El canto de un grillo sale de la cristalina tumba negra que me conecta con otros ciberespíritus. Un pájaro guasap con furtiva mirada de mochuelo me llama desde el silencio de la noche. El aire tibio del otoño recorre las calles formando un cortejo fúnebre de hojas caídas que acarician el frío metálico de los coches. Los pájaros dormidos sueñan con primaveras, escondidos bajo sus plumíferas alas. Las últimas moscas se asoman curiosas a mi ventana, intentando entrar en el paraíso prohibido.
En el piso de arriba se escucha el manantial de una vejiga que cae en cascada sobre el remanso del inodoro. En mi celdilla, la tibetana campana escucha quieta y en silencio el monótono metrónomo de las manillas del tiempo, mientras un lápiz rebelde garabatea sobre las uniformes hileras de letras impresas.
El inconsciente colectivo anida en la memoria de mis células, mientras mi ego cree encontrarse en la luminosa amnesia de las ilusiones y los coloridos deseos que conforman las galaxias de los entretenimientos. Me paro y observo como la vida entra y sale de mí en cada respiración consciente, sin la envidia por ser lo que no soy.
Por un momento siento los ríos de sangre que tratan de apagar el incendio que un cachopo ha originado en mi estómago, antes de su viaje intestinal hacia un mundo nuevo. Remolinos de pasiones agitan mi pecho, elevando el fuego hasta mi encéfalo oxidado por tanto prejuicio.
Las brasas se hacen cenizas, piedras futuras, sobre las que germinan dichosos brotes de agradecimiento preñados de compasión. Pronto se abrirá la flor aromática que anime mi camino bajo las estrellas que fueron y la luz de la oscuridad iluminará los destellos sombríos. O tal vez me vaya a ver la tele y a rellenarme la barriga (probablemente).
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