martes, 16 de abril de 2024

Un cuento chino en el Parque Lineal de las Palomeras

 

       En el amanecer del verano tardío salí a pasear por el Parque Lineal. La alegría de la tierra húmeda se manifestaba en el verdor y el aire limpio y el retoce de los animalillos. Cazaban desde las ramas de los árboles los jóvenes papamoscas que pasaban hacia el sur, precediendo a sus mayores. En el cielo todavía se podían ver algunas de las nubes que se habían atrevido a separarse de su mamá borrasca para sobrevolar la urbe y dejando el suelo encharcado. Yo iba paso a paso, respiración a respiración, contemplando el sentido de la vida, más allá de mi ego y mis rumiaciones.

Cruzando la autovía sobre el puente colgante observé al chino pobre, que tantas veces había visto, con el carrito en el que recoge lo que otros desprecian. Le saludé y nos comunicamos como pudimos. Su mujer y sus hijos habían muerto en uno de los monzones que pasan por su tierra. Él trabajaba esclavizado hasta pagar su deuda, en la cocina de un restaurante semiclandestino, y lo poquito que ahorraba se lo mandaba a su familia. Ahora no tenía sentido tanto trabajo y esfuerzo. Se escapó y vive en un rincón de una nave del antiguo polígono industrial de la Villa de Vallecas, junto a otros aventureros de Costa de Marfil, Marruecos, Bangladés, Siria, Ucranía, Rumanía, Ecuador, Perú, Filipinas, Armenia, Mali, Sudan, Senegal, Rusia, Vietnam, Brasil, Guatemala y un inglés. Les une el idioma español, el fuego comunitario y las interminables historias que se cuentan sin necesidad de que se las invente una smart tv.


Le conté un poco de mi historia personal y lo tristes que solemos ponernos aunque tengamos de todo. Se rió con total espontaneidad. Me contó su juventud en una fábrica, trabajando 12 horas para alcanzar los objetivos de producción establecidos por la autoridad laboral. Su sueño de alcanzar este paraíso llamado Europa, al precio que fuese. Los interminables días durmiendo y cocinando despojos en un semisótano con atmósfera de curri y cebolla, rodeado por las tristes luces fluorescentes y las furtivas cucarachas, sin saber si era de día o de noche.

Ahora saluda al Sol cada mañana con bocanadas de libertad. Inspira en su largo caminar la salud física y mental de quien no necesita fantasías enlatadas para soñar. Lleva en su corazón el dolor de la pérdida, pero convencido de que todo es Vida y que todo pasará. Y mientras tanto recoge chatarra, ropa y calzado usado, incluso alimentos caducados que tiran los supermercados y que necesariamente comparte por no poderlos conservar.

Todas las personas le miran como a un bicho raro, y él les devuelve el pensamiento sin ningún resentimiento, salvo a algunos más violentos a los que procura evitar. Ni pastillas para el azúcar o el colesterol, ni grageas para dormir necesita cuando se acopla en su viejo y sucio colchón después de todo el día andar y andar.

Se hizo un silencio, nos miramos y yo me saque un billete de 20 euros y se lo di. Él lo cogió con alegría, y juntando las manos me lo agradeció. Yo hice lo mismo y seguí mi camino sintiéndome un poquito mejor.