En
estos días de felices fiestas todos los humanos sentimos la llamada salvaje de
nuestra cruda naturaleza (tal vez sea por lo del equinoccio de invierno). Playas,
pueblos, casas rurales y cogollitos típicos se pueblan de apresurados urbanitas
deseosos de recargarnos las pilas ante el maratón celebratorio de las fiestas
navideñas. Luego nos refugiamos en los cobijos climatizados, al abrigo de los
nuestros, en torno al fuego de la fraternidad que espantará a las fieras y
alimañas (que cada cual ponga las suyas) que nos acechan en nuestra cotidiana
lucha por sobrevivir en la sabana de plástico que hemos ido creando, y lanzamos
exorcismos en forma de buenos deseos para el futuro. Todo un ritual ancestral.
Habiendo
hecho ya varias escapadas en este otoño, mi querida señora, amante y compañera
me sorprendió, hace unos días, con un sencillo viaje andando (sin coche, ni
tren, barco o avión) al cogollito del viejo barrio, en el que vivimos intensamente
parte de nuestra juventud. Un reto realmente salvaje (andar).
Desde
el moderno barrio de las nuevas Palomeras en el que habitamos, con bloques de
pisos de más de 10 alturas, atravesamos las anchas avenidas arboladas, pasando
por parques ajardinados (“Campo de la Paloma”, “de la Constitución”, “Azorín”,
..).
Todo
se va comprimiendo a medida que nos vamos introduciendo por Arroyo del Olivar
entre las antiguas colonias para obreros, con sus bloques de tres alturas sin
ascensor, sus cuerdas compartidas para tender la ropa y sus patios vallados
como últimas zonas verdes, antes de llegar al casco antiguo en el que apenas
quedan unas decenas de las casas que había al comienzo del siglo XX. Toda una
lección de arquitectura moderna (incluido el campo del Rayo).
Como
buenos guiris vamos sacando fotos de algo que tiene un valor nostálgico para
nosotros. Los residentes actuales no deben de comprender muy bien, cuando nos
paramos a fotografiar un viejo y abandonado edificio de ladrillo visto con
baldosines serigrafiados anunciando: “Leche fresca de la tierruca. Se sirve a
domicilio” (y un señor con boina cargando dos cántaras llenas colgadas de un
palo).
Junto
a esa tienda estaba una de las antiguas vaquerías del barrio, en las que las
vacas daban su producto a cambio de pienso, establo y algún paseo por los
solares que existían. Todo eso se lo llevó el progreso, por ser insalubre. No
veo yo el barrio más saludable que en mi infancia.
Ahora
ya no hay vaquerías, ni churrerías, ni fábricas de pan o tahonas. Por supuesto,
también han desaparecido las chatarrerías, las carbonerías, la fábrica de hielo
(para las neveras), los kioscos de cambio de tebeos, las mercerías, las
jugueterías, la pajarería que vendía todo tipo de grano (alpiste, cañamones,
maíz, trigo . .), las casas residenciales con su bonita arquitectura modernista
y sus cuidados jardines.
Pero
también se han borrado las zapaterías, las tiendas de ultramarinos, las
librerías, la tienda de Curtidos Ramón, las antiguas tabernas y casas de
comida, las freidurías de gallinejas (como la de La Felipa) y en general todo
el antiguo pequeño negocio familiar que daba vida a la que fue una de las
principales calles del barrio, la avenida de Monte Igueldo.
Hoy
la decrepitud de los edificios ha ido echando a los antiguos vallecanos, y
nuevos vecinos de Bangladés, Rumanía, Marruecos, China, Ecuador, Perú, Senegal,
Mali o cualquier parte del mundo han venido a ocupar su lugar.
Solo
las iglesias, los colegios religiosos (a los que fui de pequeño) y la
gasolinera, parecen aguantar el tsunami inmigratorio producido por el enorme
desequilibrio económico y social de este progreso civilizatorio.
Pese a todo, florecen los consultorios
telefónicos y de envío de dinero al extranjero, algunas tiendas de “todo un
poco” (chinos), las casas de apuestas y las fruterías (árabes, principalmente).
Lo que para unos es decrepitud y abandono, para otros es esperanza por tener
techo, agua, alimento y electricidad. A veces la Navidad se celebra enviando un
poco de la riqueza de aquí, más allá de nuestras fronteras.
No
sé si por el rollito étnico, por solidaridad con el pequeño comercio, por la
moda gastronómica que nos invade o porque teníamos hambre, entramos a comer en
la Taberna Peruana un arroz especiado
con cilantro, un seviche de cebolla y más cilantro, un trozo de pollo al
carbón, unas patatas con salsa amarilla picante y unos tallarines con salsa
verde (nos pasamos pidiendo).
Al
salir vemos como la policía pide la documentación a varios transeúntes
latinoamericanos con evidentes signos de embriaguez. Uno de ellos estaba caído
en una de las bocacalles (Tajos Altos) que dan al bulevar (Peña Gorbea), le
vimos pasar en zigzag de pared a pared. Se lo comenta mi señora al agente, que toma
nota (deben estar hartos de tanto beodo inconsciente).
Al
cruzar la calle de Peña Gorbea, en mitad de la acera, veo a otro “caballero” orinando
abundantemente contra la pared (C/ Peña Rubia) sin el más mínimo pudor, apenas
puede sujetarse la manguera mientras danza poseído por el agua de fuego. Ya no
se me ocurre decirle nada al señor guardia.
Al
doblar la esquina, encima de la “feminista y antiespecista” taberna “La Vegana
Vallekana” (emplazada en el antiguo gimnasio de mi tercer colegio), se puede
leer una pancarta colgada en un balcón: “ESTAMOS HARTOS, QUEREMOS DESCANSO”. La
antigua plaza vieja del Puente de Vallecas (Plaza de Puerto Rubio) se ha
convertido en un lugar con demasiado “ambiente” y difícil convivencia.
Cruzamos
de acera y nos dirigimos hacia donde estaban dos grandes cines (Río y Bristol)
y un viejo cuartel de la Guardia Civil. Nada queda, salvo una plazoletilla
frente a la parroquia de San Ramón donde un hombre se ha bajado los pantalones
para descargar en un alcorque (como los perritos), dejando sus glúteos al
viento poco antes de que pase otra patrulla de la policía municipal.
Por
no querer ver, no me había fijado bien, no era un hombre, era la mujer que nos
pidió dinero para comer en la taberna. Parecía muy española y muy perjudicada.
Le di un euro, que parece haberlo orinado ya. La naturaleza salvaje y cruda de
nuestra animalidad, como las palomas.
Avanzamos,
disparando con la cámara y el smartphone, por la misma calle que siendo mozo
había recorrido cientos, miles de veces para ir al Retiro, al colegio, a la
mili, al trabajo; siempre camino del cogollito en torno al bulevar, la plaza
vieja y el Metro. Las juveniles ilusiones que siempre me habían acompañado en
este recorrido, ahora se habían convertido en emociones descarnadas, como buena
parte de las fachadas de puertas y ventanas enladrilladas, tapizadas por viejos
carteles encolados y modernos “tag” grafiteados.
Al
final alcanzamos la avenida de San Diego y la calle Convenio, desde donde se
puede ver el hormigonado y rectilíneo puente que sustituyó al antiguo de
ladrillos en bóveda de medio punto, y que da paso a la avenida de Entrevías y
al depósito de máquinas ferroviarias.
Los
viejos barrios de las modernas metrópolis del siglo XXI han quedado atrapados
en el espacio y en el tiempo. Los del centro son adecentados para el turismo y
los de las periferias son abandonados para inmigrantes y gente sin demasiados
recursos económicos. Unos son los cogollitos típicos que todo el mundo quiere
visitar y los otros son los cogollitos atípicos que nadie quiere ver (salvo un
par de guiris indígenas).
Al
remontar la colina urbanizada por la avenida de San Diego, con su modernista
Casa del Barco (bloque de edificios en chaflán redondeado), se vuelve a repetir
la desazón. Los hotelitos (casas de dos plantas con patio) van cayendo uno tras
otro, la zona de bares ha quedado huérfana, solo el de “La Alegría” (donde
estuvo el Club de Ajedrez Vallecano, hasta su traslado al Ateneo de Vallecas,
hoy desaparecidos ambos) continúa funcionando.
Resiste
la parroquia de San Diego, pero siguen cayendo las últimas casas bajas y
creciendo herméticos bloques como el de una “industria
de la ingeniería, el suministro, la instalación, el mantenimiento y la
operación de infraestructuras en las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones,
así como en la externalización de Procesos de Negocio” (¡textual!), en lo
que antes fueron los Salones Monte Igueldo donde celebré mi boda por ser mis
primos sus dueños. De la ternera asada en su jugo, los bocatas de calamares y
el champiñón al ajillo que preparaba mi tía a “las soluciones BPO que abordan el diseño, la transición y operación,
desde propuestas de mejora a través de la medición del desempeño, los procesos
(modelo de indicadores, KPIs) y la tecnología como medio para automatizar”.
De
los palomares que tenía mi tío Néstor en la terraza y las gallinas que tenía mi
tía Eugenia en el corralillo, a la cibercorrala y el gallinero internáutico que
nos acorrala. Un barrio que ha ido perdiendo en condiciones de habitabilidad y
ganando en aparatos de aire acondicionado, donde ser viejo se ha convertido en
una aventura “extreme”.
Alcanzamos
las Nuevas Palomeras y el moderno urbanismo, justo donde la soberanía del
pueblo tiene su sede (la Asamblea de Madrid) y los políticos vienen para hacer su
función de vez en cuando. Edificios de cristal, fuentes en las rotondas y los
grandes centros comerciales que anuncian la “revolución” vallecana en forma de
compras compulsivas.
Vuelven
las grúas a alzarse, sobre las derruidas viviendas de dos alturas con patio y
zonas verdes, para levantar modernos pisitos amontonados. Una pintada enjaulada
parece gritar: “Respira”.
En
uno de los escasos solares sin urbanizar, crecen salvajemente las cerrajas en
flor ajenas a los horarios, los transportes públicos o las incertidumbres
económicas y políticas.
Un
par de kilómetros más y coronamos las Palomeras Altas, donde habitamos nuestros
particulares palomares y concluimos el viaje al cogollito atípico.
Dicen
que esto es la evolución vallecana, yo no sé hacia dónde.
P.D.: Perdón por el "ladrillo", pero es como el bolo intestinal, que si no lo sueltas con regularidad se te forma un "ladrillo" que cada vez cuesta más expulsar.
Felices Fiestas.