jueves, 19 de mayo de 2022

Instintos básicos

 

Embriagado por las primaverales fragancias de las robinias y las melias en flor, mi cuerpo empezaba a estar húmedo y caliente. Mis nervios motores estaban trabajando a tope para mover mis magras fofisanas, y los sensores no dejaban de transmitir sensaciones  (agradables y no tanto).


Así es que era normal que no me percatase de la aproximación sigilosa de aquella joven de esbelto talle y ojos negros. Fue acercándose a mí sin llamar mi atención. Yo no la conocía de nada y mi mente (ya lo he dicho) estaba a otras cosas.

Nos cuesta comprender las cosas que podemos llegar a hacer por “amor” (aunque haya amores que matan). Y cuando amor e instintos se juntan, podemos sentirnos enajenadamente poseídos. 


Así fue que el primer contacto de aquella jovencita fue casi imperceptible para mi piel. Y casi inconscientemente, la dejé hacer. No fui consciente del peligro que me acechaba y tardé un buen rato en darme cuenta de lo que había sucedido entre nosotros (es lo que tiene estar siempre a otras cosas).

Aquel fluir de mi líquido vital en sus entrañas, iba a tener embarazosas consecuencias, no tanto por ser yo un señor casado, sino por la brutal ley de la Naturaleza que hace que todo acto tenga sus consecuencias más allá de nuestra amada normalidad social.

Cuando fui consciente del “embarazo” granular que mi brazo comenzaba a sufrir por culpa de aquella culícida nematócera que había hundido su probóscide en mi vena para sacarme la sangre y así iniciar el ciclo gonotrófico de sus ovarios; era demasiado tarde.


Feliz y contenta, alzó su vuelo en busca de una charca en la que poder poner sus huevecillos. Con la barriga llena de mi sangre, soñaba con elegir entre los distintos charcos del Parque Lineal, en el ejercicio de su libre albedrío (que los insectos también lo tienen, y si no lo tienen habría que hacer una ley para que lo tuviesen).

Irritado por aquella sangrienta agresión, de la que solo me salvó el que yo fuese más grande (de haber sido al revés ahora no lo estaría contando), oí el grito de uno de los  mayores asesinos de mosquitos que existe: el delichon urbicum (avión común). En un rápido vuelo rasante a boca abierta se zampó a aquella jovencita, que debió de pensar aquello de “nasia pa morir”.


 ¿Casualidad o venganza justiciera del destino?, pensaba yo mientras me tomaba el vermut con Seltz y una tapita de patatas revolconas con oreja, después del paseo, por aquello de satisfacer mis instintos básicos. Así es el misterio de la vida, una mezcla de sabrosos placeres y sazonadas ignorancias, acompañado por el dulce brebaje de la inteligencia sapiens y los fríos cubitos de la sinrazón (más o menos).

 

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