Andaba yo con mis ansiedades vitales (covid, guerras, crisis económica y ecológica, final de la temporada de fútbol, próximo viaje. .), cuando mi señora esposa me propone salir a pasear. Qué bueno, pienso yo, por aquello de desconectar de mi melancólica personalidad, que el espejito mágico refleja cuando hago malabares con las cuchillas de afeitar tratando de mantener joven mi espíritu en un rostro cada vez más salpicado de arruguitas y verruguitas.
Nos equipamos con nuestras bolsitas, nuestros smartphones y nuestros eurillos y salimos a la aventura de la calle.
En el descansillo de la escalera nos encontramos con la hija de nuestra vecina que ha venido a hacer la 2ª visita diaria a su solitaria madre. Andamos tod@s con necesidad de comunicarnos, así que aprovechamos la coincidencia para ponernos al día (salud, familia, trabajo, ..), mientras atravesamos el barrio camino de la carnicería árabe donde venden dátiles argelinos (de momento, que lo del Sahara puede dejarnos sin gas y sin dátiles).
Una vez más vuelvo a comprobar lo que el psiquiatra Luis Rojas Marcos plasma en su libro “Somos lo que hablamos”, que las mujeres viven más, en parte, porque hablan mucho más (unas 10.000 palabras al día más que los hombres). Por lo visto las neuronas responsables del lenguaje ayudan a relajar el corazón y bajar la hipertensión, ayudando en eso de la longevidad (y yo convencido de que el silencio era una virtud). Durante el paseo observo como mis palabras son una tímida minoría, que además no parecen tener mucho interés (¿a quién puede interesarle una pedantería sobre la psicología de la sociedad contemporánea, pudiendo hablar de compras?).
En la esquina de la avenida de Palomeras con la de Buenos Aires nos separamos, entre el aliento de los motores de combustión y las recomendaciones sobre el nuevo bazar chino que han abierto y que tiene un montón de “cositas bonitas para el hogar”. Recolectados los dátiles magrebíes y ponemos rumbo (sin necesidad de GPS) hacia el paraíso “low cost” llamado “Golden otoño”.
En mi otoño dorado (de jubilado con pensión) ya estoy un poco aburrido de hacer “espeleología” por los pasillos repletos de estanterías atiborradas de mercancías y me quedo esperando en la puerta del bazar cual perrillo faldero, esquivando las gotas del riego que caen sobre la transitada acera desde el balcón del 3º piso, lleno de macetas.
Como hormiguitas recolectoras, entran y salen jóvenes y mayores, hombres y mujeres de todas las etnias y culturas, abonando a una muchacha china, en efectivo o digital, la lejía, el pintalabios, las cartulinas, el bolso, las bombillas, los alicates o cualquier cosa que uno se pueda imaginar. La República Popular China, a través del Partido Comunista Chino y el capitalismo más salvaje, no solo ha logrado dar de comer a la cuarta parte de la población del planeta, convirtiendo el imperio chino en la mayor fábrica mundial de cosas, sino que aspira a ser la potencia hegemónica del supermercado global. Si Lao Tse levantase la cabeza, . . . volvería a perderse por las montañas. Pero a nosotros los chinitos nos hacen gracia.
Cual naturalista urbanita me dedico a observar los contrastes entre las adolescentes embutidas en sus pantaloncillos cortos, marcando molleja, y alguna señora árabe (me imagino), tapada por el negro textil, que apenas puede ver el mundo exterior por una rendija. Pide un niño un capricho que le haga sentirse querido, y tiene el padre sin trabajo que rascarse el bolsillo y comprarle unos cromos ensobrados. Una jubilada arrejuntada se siente de repente poseída por el deseo de comprarse una pocholada, y su amante jubilado la acompaña un tanto desganado. Por fin sale mi seño con dos cartulinas y unos enormes marcos para los fotomontajes que ha realizado.
Esa misma libertad de mercado hace que un poco más allá se apelotonen una decena de mujeres (como piojos en costura que diría mi madre), dentro de un pequeño local de manicura, donde unas se ponen guapas las uñas y otras se “ponen” de vapores de esmalte por un salario de subsistencia (si acaso). Cruzando la acera, junto al único cajero automático que han dejado en la zona, las terracitas de los bares se llenan de refrescos y raciones de caracolillos, bravas y chopitos, cuyos aromas de fritanga se mezclan con el de las especias del pequeño comercio bengalí de otra carnicería “Halal”. Es la “libertad a la madrileña”, que diría alguna.
Cae la tarde y todavía hay niños y niñas que juegan en la calle y en las zonas verdes (parques) que tenemos la suerte de tener, compartiendo espacio con la abundante fauna canina que ha proliferado en los últimos años. Y sobre nuestras cabezas, a gran altura y velocidad los grititos de los vencejos en su eterno nomadeo, ajenos a nuestras ansiedades e ilusiones, siempre de acá para allá.
Yo sigo con mi rol de marido sherpa cargando con la bolsa, tratando de que mi domesticado ánimo no se me desborde demasiado.
Cuando esto escribo, mi calle y aledaños están inundados por la atronadora mezcla de flamenco-rap-reguetón con toques árabes, todo fundido en un chunda chunda que ahoga el anaranjado atardecer salpicado de celestes, y hace que mirlos, carboneros y urracas de vayan a cantar a otros lugares.
La generosidad musical, que mana de los bafles del coche mal aparcado, empieza a irritar a la mayoría del vecindario que tiene que madrugar, a los niños pequeños que tienen que descansar y a quienes quieren ver la tv sin más. Se agradecen los silencios que produce el “diyei” de pacotilla, cuando cambia de canción. La ebriedad del ruido se une a otras, en la danza mental que anima a los jóvenes rebeldes del arrabal, sin causa y sin futuro. Dentro de poco serán los organismos públicos quienes organicen las abundantes jolgorios y conciertos para que podamos socializarnos en las tradicionales fiestas de la Virgen del Carmen, patrona de Vallecas. Somos como “homo da feira”, pero sin cachelos ni pimentón.
“Yo soy libre como el aire y a mí no me manda naide”, dice la rumbita (a un volumen brutal), a quienes se empeñan en ver “Master Chef”, dormir o meditar. “Quiero vivir, quiero volar contigo y ser dueño de mi destino” ¡Ole!. Otra birra y otro porrito, mientras sus mamás o esposas preparan la cena en el hogar, dulce hogar.
El sonido de los bongós, los acordes de la guitarra eléctrica, el ritmo de los cajones palmeados y una melódica voz entran por mi ventana, haciendo que mi pequeño buda negro made in germany, siempre tan sereno y callado él, se haya despertado de su eterna meditación de resina sintética contorneando su kundaline, sus manos y sus caderas.
España es una fiesta continua a la que se suman todos los años millones y millones de turistas con dinero (que a los pobres, los llamamos inmigrantes y vienen a currar).
Se lanza el “Lolo” al ruedo de la acera con su bandera roja y gualda cual si fuese un capote torero, jaleado por la adolescencia con ganas de chanza, dando vueltas como un trompo. El frenesí va disparando las hormonas de unos y otros, y desde el graderío de las ventanas se arrojan abundantes insultos (sobre todo a la honra de las madres). Pero nada, el ruido musical lo ahoga todo.
“Te vas a quedar soltera por más que gastes bolsos de Carolina Herrera”, espetan los subwoofer. Y las fuerzas del orden público tan desubicadas como de costumbre. Al final todo termina una hora después de que el “chino” de turno cierre y se acabe el suministro de birras.
Es lo que tiene la globalidad de este civilizatorio otoño dorado que estamos viviendo, donde el silencio es un lujo que se pierde entre el escándalo del entretenimiento continuo, la persistente desinformación borra la memoria y la intangible inteligencia algorítmica sustituye el raciocinio de nuestros cerebros.
Tal vez por todo esto mi neurocortex prefiera la contemplación de flores y animales menos sapiens (sin ánimo de ofender).
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