viernes, 17 de marzo de 2023

Salvajemente civilizado.

 

Iba yo a tender la ropa made in Bangladesh en el tendedero del “patio de luces” (lugar sombrío entre los bloques de pisos), cuando vi a una joven paloma doméstica (de la estirpe de las bravías) aposentada en el alféizar de mi ventana. Lejos de asustarse se me quedó mirando, como si ella tuviese el mismo derecho que yo a estar allí. Tuve que ponerme en modo sapiens para demostrarle que estaba equivocada, y amenazarla con un palo. Ya había creado un nido con ramas, hojas y trozos de papel. Una construcción ilegal que me me vi obligado a demoler para mantener el orden y el estatus biológico que tantos siglos le ha costado alcanzar a nuestra especie.


Concluida la faena volví a la pantalla televisiva para ocupar mi mente en las desgracias de lejanas guerras, fantasías de viajes en ecológicos coches (y otras maravillas del consumo) y concursos “culturales”, además del chismorreo politiquero. Al rato volví a escuchar un aleteo tras los cristales. Ahí estaba la reincidente palomita con su tierna mirada de ojos negros atravesando mis gafas. Otra vez me vi obligado a hacer uso de la fuerza. Pero en esta ocasión no había un nido bajo su plumífero vientre, sino un pequeño huevo blanco fruto de la concupiscencia con el palomo, que le había prometido un cobijo seguro y la crianza conjunta de los polluelos, sin contar con los propietarios del inmueble (los machos siempre igual, con tal de transmitir su ADN prometen y prometen). 

 

¿Qué hacer con aquel encapsulado proyecto de paloma? “Tíralo a la basura” me dijo mi esposa. Pero a mí eso me parecía una falta de respeto a la Naturaleza. Pensé en entregárselo al Administrador, que tan generosamente pagamos para tener una autoridad que evite los enfrentamientos asamblearios entre vecinos y vecinas, a ver si así tomaba conciencia del problema (que lleva años ignorando).

Mi conciencia personal entró en una espiral de contradicciones. Acostumbrado a comerme los huevos que anidan en cartón sobre las baldas de las estanterías del supermercado, sin el más mínimo reparo, este incidente me hizo pensar en todas esas madres con plumas que viven prisioneras en las macrogranjas industriales, permitiendo a la clase obrera comer el más emblemático plato nacional: la tortilla de patata (con o sin cebolla, dependiendo si eres de izquierdas o de derechas). Algo parecido me pasa cuando como chuletillas de lechal en un restaurante de pueblo y luego, paseando para bajar la comida, veo a las ovejas amamantando a sus crías. Menos mal que mi ego tiene un master en inconsciencia y enseguida me hace pensar en algo bonito y positivo (el próximo viaje a alguna parte o lo bien que huele el campo aunque le falten árboles).

 

Tenía que tomar una decisión con el huevín. O seguía los dictados de la normalidad y lo arrojaba en el cubo de los desechos orgánicos (¿no?), o se lo devolvía a la parejita de columbas livias que me miraban desde dos pisos más arriba (con pocas probabilidades de que lo aceptasen una vez sobado), o se lo tiraba al vecino bronca que vociferaba junto al portal (simulando un accidente natural), o lo adoptaba como proyecto de mascota. Nada me convencía.

 

Al final tomé una medida salvajemente civilizada y lo freí en la sartén. Ahora siento un irrefrenable deseo de cortejar a “mi palomita”, y no puedo de dejar de dar vueltas a su alrededor haciendo unos extraños ruiditos guturales con la voz quebrada. “La vida se abre camino de muchas maneras”, susurran los millones de bacterias de mi intestino a los miles de neuronas de mi cerebro, ese internet biológico al que apenas prestamos atención.

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