En los regatos formados por las últimas lluvias caídas en el Parque Lineal, veo como son arrastradas las amarronadas hojas desprendidas de papá árbol. Junto a los minerales en disolución, transporta el agua los espíritus atormentados de las pláticas espinosas que han de regar las raíces de la ira, el desasosiego, la vergüenza o el miedo; esos resecos cardos que amenazan las canillas en nuestro andar por las veredas de la vida.
Lejos del dulce aroma de los nísperos en flor y los efluvios de la tierra mojada, lejos de la alegría de las hierbas y el canto de los estorninos, colirrojos y cotorras; se nos olvida el sentido del humor en el entendimiento de nuestras desbordadas emociones y circunstancias, y así sacamos a pasear a ese perro ladrador, que es nuestro egocentrismo guerrero, dispuesto para la batalla (hasta la muerte, si el honor así lo demanda). Reflexionar el uso consciente de las palabras requiere de la razón serena y no de la excitación alterada.
La convivencia entre las especies es compleja, con los de la misma especie es difícil, y con nosotros mismos algo extraño (incluso en Navidad). En cualquier momento puede romperse la bella cerámica de la armonía y estallar en pequeñas lascas afiladas capaces de cortarnos el alma (o el ánimo). Por este motivo tratamos de evitar esos enfrentamientos con nuestros padres, nuestra pareja, nuestros, hijos, nuestros amigos, compañeros, vecinos, familiares. . . y con nuestro ego. Es triste ver como personas allegadas se convierten en enemigos a los que derrotar y humillar, con provocaciones, insinuaciones, subidas de tono, hasta llegar al insulto y a la violencia (o cómo podemos llegar a ser nuestro peor enemigo). Cuidar el diálogo externo e interno es un bonito ejercicio que nos puede reportar muchos momentos de felicidad.
Nadie quiere ser ensartado por la energía del rayo cuando se desata la tormenta de las palabras encendidas, ni aturdido por los truenos de la inconsciencia. Pero al final llueve y nos mojamos (o somos bombardeados por el “fuego amigo”, que dirían otros). No alcanzamos a comprender que el daño que hacemos a otros nos lo hacemos a nosotros mismos puesto que, de alguna manera, todos estamos interrelacionados en este universo.
Viendo a las estoicas cigüeñas haciendo equilibrios sobre las antenas cuando el ciclón se ha desatado, soy consciente de mis carencias para reconducir las turbulencias emocionales al calmado puerto de la conciencia en el olimpo de la serenidad. Nos creemos semidioses sapiens sapiens, por no querer vernos nuestras vulnerabilidades (unos más que otros), y en cuanto algo perturba nuestra excelsa comodidad comenzamos a soltar zurriagazos a diestra y siniestra a nuestros semejantes, con nuestras creencias, prejuicios y sentimientos, para sacudirnos con palabras poco ecuánimes, las dudas sobre nuestras verdades, olvidando que el objetivo de la comunicación libre es escuchar y ser escuchado, no vencer al contrario. Las diferencias nos enriquecen, las verdades estancadas nos pudren, pero nuestro pequeño ser necesita reafirmarse para seguir existiendo.
De todo lo anterior se deduce la importancia del duro entrenamiento personal y privado en el difícil arte del soliloquio, que nos prepara para los intensos encuentros y las pláticas espinosas, tan frecuentes en estas fechas (repletas de cuñaoos y sabelotodo 3.0). Con paciencia, disciplina, conocimiento y generosidad podemos convertir nuestros actos en formas de agradecimiento a la vida, y ahorrarnos mucho sufrimiento.
Y ahora, a ver como soy capaz de explicarle a mi señora esposa, sin herir sus sentimientos de Master Chef, que los frijoles con chorizo y bacón no es lo que necesito para adelgazar, independientemente de que yo pueda ser un monstruo de las galletas. De momento, desde el pozo sin fondo de mi ego, voy eludiendo mis irresponsabilidades para endosárselas a otros (como un auténtico Carpanta del siglo XXI).
Se nota que una cosa es predicar y otra aplicarse el cuento. En fin, es lo que hay.
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