Como tantos días salgo al paseo por el Parque Lineal en busca de los sonidos de la Naturaleza (y otros). Voy canturreando resonancias craneales para tonificar el nervio vago (neumogástrico) que me ayuda a estimular el sistema parasimpático y relajar el simpático. Otros juegan a la petanca o hacen un triatlón de cursillos. En eso dicen que consiste el liberalismo humanista: hacer lo que salga de los . . . . . corazones.
Al cabo de un rato consigo una cierta ausencia de palabras (externas e internas) que me produce una placentera calma y un descanso del continuado flujo eléctrico en las sinapsis de mis neuronas (cosas de la neurociencia y la meditación). Observo la vida, sin más.
Recorrido los kilómetros marcados como objetivo en el reloj inteligente que me regalaron mis compañeros por mi jubilación, siento el impulso de pasar a saludar a quien una vez me ayudó con su acupuntura, y a su compañero. Han adoptado una cachorra de pastor inglés que me acompaña atada a la pata del banco en el que me siento a esperar. La masajeo el cuello mientras me olisquea la entrepierna sin pudor alguno. Es lo que tiene ser un animal y no una máquina (que nos gusta el olisque).
La terapeuta sigue encerrada con sus agujas de energía ayudando a bastantes personas que encuentran un alivio a sus dolencias sin tantos efectos secundarios. Su ayudante me atiende durante un par de minutos, para volver enseguida a su labor administrativa, no sin antes haberme explicado (mientras nos poníamos y quitábamos las mascarillas en el exterior) que no hay prueba alguna de la existencia del pandémico virus que a todos nos preocupa. “¿Y los muertos y enfermos?”, pregunto yo. “Todo es una manipulación de los medios”, me dice él. “No sé”, digo yo emprendiendo la retirada entre los bloques de pisos sin ascensor, que ya están rodeados de bloques de pisos con ascensor. Cuantas maneras de percibir una misma realidad, voy cavilando mientras sorteo las heces caninas en las aceras.
Sigo mi camino atravesando el barrio con la esperanza de encontrarme con algún rostro amigo, pero hay como una desolación extraña en una hermosa mañana de otoño. Intuyo la ausencia de muchos ánimos rotos.
Por el Parque de La Paloma veo a un antiguo conocido que no suele hablarme cuando con su señora pasea y nos cruzamos por los caminos, pero esta vez me llama y saluda (aunque no sabe ni mi nombre). “Has visto ese pájaro que gatea por los troncos?, el agateador, me encanta . . .” (se pregunta y responde él solito). Y a partir de ahí me inunda con su torrente de palabras sin silencios, me secuestra con su mirada ida tras sus pobladas cejas y su vieja mascarilla que lleva siempre, porque cree que el virus anda al acecho entre los cipreses y las acacias. Sus ojos se escabullen tras la cortina de sus largos cabellos bien mesados. Con golpecitos manuales reclama mi atención, pero es incapaz de mantenerme la mirada que sigue volandera el sueño de su agotadora verborrea. Intento mantener las distancias pero si retrocedo, avanza, si giro, gira, si me desplazo, se desplaza. Ante un intento de conversar por mi parte, me reconduce con un “calla, calla” (más automático que consciente), pretendiendo contarme sus aventuras militantes, la odisea de la mili y lo mucho que ha aprendido de la vida. Tengo que ser compasivo y hago el silencio en mi mente para escucharle, pero veo que él no se escucha. Tan solo me da tiempo a recomendarle silencio mental. “Si, si, vale” (me dice), y seguimos nuestros divergentes caminos sin que prestemos mucha atención a los petirrojos que nos cantan o a las lavanderas blancas que corretean cerca de nosotros.
Ya en el portal de mi casa me tropiezo con el desencargado del mantenimiento, que aprovecha el saludo para contarme su película con la administración y cualquier cotilleo de portal, mientras sujeta la puerta del ascensor. “Si, si, vale” (le digo yo, esperando que suelte la puerta). Parece que tenemos necesidad de comunicarnos en esta supuesta era de la supercomunicación.
Por fin en el cobijo, disfruto de la silenciosa soledad, del lujo del agua en mi cuerpo (ducha) y de una relajación sobre el suelo, para estirar mi espalda (Savasana, en yoga). Soy un privilegiado, no tanto por lo que tengo sino por saber apreciarlo, de vez en cuando (o al menos eso me creo).
Cuando escribo y me dispongo a comer suena el samrtfone, “hola soy Manuel, le llamo para ofrecerle una excelente oferta de yastel, “gracias, no me interesa” le digo, pero sigue “¿tiene usted fibra o adsl?..”. Como no para de hablar ni quiere escuchar, cuelgo. Uff, duro trabajo el suyo.
Cuanto esfuerzo evolutivo hasta alcanzar la cumbre de la pirámide en la que nos creemos encontrar por saber hablar, cuando en realidad funcionamos inconscientemente como ese fósil viviente del mesozoico (mauremys leprosa), auténtico endemismo de la España salvaje y el norte de África donde disfruta del agua dulce, los baños de sol y un buffet libre a base de carne (grillos, lombrices, caracoles, . .) y algún vegetal (sobre todo cuando son adultos). Como el resto de los machos, acosan a la hembra con danzas acuáticas, hasta que esta cede a la cópula o le sacude para que la deje en paz. La conjunción puede durar tres horas, y el machote pude alcanzar tal frenesí que llega a matar a la que había estado cortejando anteriormente.
Es el galápago leproso (1), que se refugia en su caparazón osteodérmico, cómo nosotros parecemos refugiarnos en las certezas de nuestras verdades inundadas de palabras, sin percibir las similitudes con otras formas de vida (incluidos otros sapiens), más allá de nuestro ego.
Dicho lo cual me callo, que vuelvo a hacer lo que en otros me molesta (bla,bla,bla,….).
(1)A petición de un ángel.
El Homo sapiens reflexus socializando con los Homo sapiens importunus, incautum… Y hasta el yastelum, diversidad lo llaman.
ResponderEliminarGracias por el comentario.
EliminarEncantado de leerte con más detenimiento. Siempre son un placer tus reflexiones, tu sentido del humor y ! cómo no! tus fotografías.
ResponderEliminarMuchas gracias Jesús por el comentario.
EliminarMuchas gracias por el comentario.
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