viernes, 12 de noviembre de 2021

LOVE NEST IN CUENCA

 

“El nido del amor”, sugerente nombre para una escapada romántica, pensó Martín mientras terminaba los trámites de la reserva por internet. Se lo había prometido a Azahara (su penúltima amante) que había conocido en el fitness gym. Ella soñaba con la ciudad del amor (Paris), pero él era más de la ciudad de los amantes (Teruel).

 Al final la crisis desatada por el coronavirus había recortado las expectativas turísticas, llevándole a reflexionar sobre el misterio de una frase que había escuchado a su madrileño padre decirle a su madre con mucho cariño cuando él era niño: “te voy a poner mirando para Cuenca”.

Curiosamente Azahara (por ser musulmana), siempre adoptaba la postura del perro en sus rezos, mirando hacia Cuenca (ella decía que era hacia La Meca). Pero Martín intuía que era demasiada coincidencia y decidió contratar el apartamento turístico “Love Nest in Cuenca” para desentrañar la extraña coincidencia.

Después de cabalgar casi 200 kms en su flamante “Mercedes Coupe” (de 320 caballos), guiados por el guguelmaps en este país de rotondas, alcanzaron la perdida aldea manchega en la que una multinacional del turismo gestiona este nido de amor amueblado por IQUEA (o similar). 


Nada más entrar, Martín se dio cuenta de su bajo nivel de inglés pese a sus continuados cursillos online. Sin embargo  Azahara había tenido que aprender inglés en una campo de refugiados sirios en la isla griega de Lesbos (patria de Safo y el lesbianismo). 

 

La VUT (vivienda de uso turístico) estaba plagada de frases anglosajonas por las paredes junto a imágenes en vinilo de los distintos paraísos urbanitas (Nueva York, la Riviera francesa, Venecia, Egipto), cual objetivos deseados; mientras te conformabas con aquel segundo D con vistas a los destartalados tejados de uralita, por donde una gata trataba de explicarles, con bufidos, a sus retoños que su labor amamantadora había concluido y debían buscarse la vida lejos de sus pezones.

 

Las románticas vistas desde la terracita incluían el amurallado cementerio del pueblo con sus tristezas lapidarias, y un alegre corral por el que deambulaban unas gallinas negras picoteando aquí y allá.

Aquello le pareció a Martin un mal presagio. Su cortisol comenzó a recorrer sus arterias como si tuviese que luchar contra el papanatas que creía ser (mira que no haber mirado el Street view antes de alquilar el piso). Su amígdala empezó a inflamarse de emociones negativas que le hacían estar a la defensiva e irritarse fácilmente.

 A Azahara todo le parecía bien, incluso la puerta que chirriaba o la tostadora que carbonizaba el pan entre sus despendoladas resistencias eléctricas. Poco le importaba que el agua caliente fuese intermitente. Después de haber sobrevivido en condiciones infrahumanas esto era un paraíso.

Pero Martín estaba convencido de que aquella complacencia era compasión hacia él, y se esforzaba por impresionar a su compañera. En su estado de ansiedad, cada iniciativa era como un intento por salir de unas arenas movedizas: más se hundía.

Invitó a Azahara a comer en el mejor restaurante que había en el pueblo. A ella la generosa ensalada y el pollo a la plancha acompañado de una botella de agua mineral le parecían un lujo. A él la paella le parecía escasa de marisco, el entrecot demasiado hecho y al rioja le faltaba el retrogusto a barrica de roble. 

La diferencia perceptiva de la realidad iba creciendo, hasta que ambos terminaron desenfundando sus smartphones y comiéndose los postres sin hambre. Ella insinuó cariñosamente, con el corazón en la mirada, que podían echarse la siesta,  pero Martín prefirió bajar la comida visitando las ermitas románicas de la comarca. Como obediente mujer musulmana, Azahara aceptó religiosamente.


De regreso al “love nest”, Martín trató de aplacar sus emociones tomándose un copazo de ron-miel que habían dejado los propietarios del apartamento, pero solo consiguió acelerar su corazón y provocar una discusión etílica que produjo un mayor desencuentro. Nada de love ( y menos en una cama con ese cabecero y aquellos angelotes lorzeños siempre mirando).

A la mañana siguiente, Martín volvió a la carga con renovadas energías: visitarían el casco histórico de Cuenca y todos sus museos (incluida la catedral). Azahara hubiese preferido recorrer el valle del río Huecar, pero … no dijo nada.

Al final de la maratón cultural por las “piedras viejas”, llegaron al museo antropológico. Martín, ansiosamente ignorante, preguntó al guía el significado de la misteriosa frase (“te voy a poner mirando para Cuenca”), ante el descojone generalizado de los otros visitantes y el sonrojo del empleado que tuvo que explicárselo.

Después de esto, Azahara prefirió volverse en autocar para Madrid. Martín agarró una depresión que todavía le dura, pese a las costosas terapias y medicinas, sin comprender como le había podido pasar esto a él, con lo “buen partido” que era (como siempre le decía su madre).

 El “Love Nest” sigue alquilándose a muy buen precio, todos los fines de semana y fiestas de guardar, pero por alguna extraña razón nadie que haya estado allí lo vuelve a arrendar.

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