Según el DRAE
la amistad es una “relación de afecto, simpatía y confianza que se establece
entre personas que no son familia”. Así es que cuando el otro día vi por el
Parque Lineal de Palomeras a una vecina que vive en mi escalera y que hacía
meses que no veía, y sentí afecto, confianza y simpatía, supe que había amistad
mientras charlábamos de nutrición y equilibrio físico y emocional. Algo
parecido me pasó al encontrarme con un compañero de trabajo en el cotidiano
caminar, con un viejo amigo que recolectaba flores y ramas para un ikebana o
con un amigo instagram que hacía décadas que no veía. Comienzan los encuentros
después del forzado confinamiento por culpa de un virus.
Desde pequeño
me ha costado hacer amig@s, por eso son para mí un preciado tesoro que trato de
conservar lo mejor que puedo. Empezaron siendo compañeros de juegos infantiles,
luego colegas adolescentes, continuaron con los compañeros de mili y del
trabajo, incluso l@s amig@s de l@s amig@s. La amistad la he ido encontrando en
cualquier lugar (incluso en el ciberespacio), solo he tenido que ser amistoso
conmigo mismo y no creerme que los demás eran extras de mi película (no ha sido
fácil).
Cuando he
compartido mis problemas, se me han diluido las emociones que los amplificaban,
al igual que al compartir las alegrías ha crecido mi ánimo. Tener al menos una
persona con la que poder intimar en confianza nos ayuda a conservar nuestra
salud mental y emocional, por eso es tan importante tener buenas relaciones de
amistad, compañerismo y familiaridad. Y por supuesto, ser sinceros con nosotros
mismos. Hay quien dice que el mejor psicólogo es una buena amistad, de esas que
se atreven a decirte las cosas que te incomodan.
Nos vamos
creando nuestro mundo creyéndonos que eso es la realidad, incluso tratamos de
convencer a otros de ello. Buscamos amig@s que refrenden nuestras creencias e
incluso medimos la reciprocidad (siempre asimétrica) de cada amistad. Pero lo
que nos hace germinar es el riego con otras verdades amigas que nos permiten
romper la cáscara de la bellota, para ser encina y no solo engordar para ser comida
de cerdo ibérico.
El mejor amigo
(o enemigo) somos nosotros mismos. Los conflictos y las soluciones siempre
están dentro de uno, aunque nos empecinemos en buscar culpables y soluciones externas.
El paseo cotidiano me ayuda a encontrarme, en medio de un entorno relleno de gente
anónima (poco amistosa), y por lo tanto puedo decir que es uno de mis mejores
amigos.
Comprender las
circunstancias que nos ha tocado vivir es fundamental para entendernos. La
ciudad, que sigue invadiendo el campo, tiende a aislarnos aunque nos amontone.
Por eso necesito el contacto con la naturaleza, para darme cuenta que más allá
de mis egocéntricas preocupaciones las golondrinas han vuelto para “robar” el
barro de los charcos y okupar con sus nidos las cornisas de nuestros edificios,
que los acer siguen dando su semillas voladoras aunque no las dejemos crecer,
que en los horizontes limpios de humos, que ha dejado este pequeño
decrecimiento económico, se puede observar el Cerro de los Ángeles, incluso la
silueta difuminada de la Sierra de Gredos (lo que sucede en el resto del mundo
no puede explicarse aquí).
El calor
mesetario inunda la ciudad. Las calles se vuelven a despoblar, esta vez no es
por el aparcamiento lineal que haya decretado la autoridad sino por no molestar
el cortejo de las chicharras que inundan los árboles ajardinados :-). Es
verano.
De vuelta al
cobijo (otro buen amigo), me tumbo boca arriba (savasana, en yoga) para
descansar la espalda y la mente. A través de las paredes escucho a la vecina de
al lado que tiene una de esas relaciones modernas en las que se pasa más tiempo
con el “esmarfon” que con el novio. A los de arriba, que les ha venido un
nietecito y han reverdecido su capacidad de dar amor. Abajo se escuchan
discursos educacionales dirigidos a la pareja de perritos llorones. En frente
una viuda llora su soledad desde el sofoco emocional, después de haber perdido
a su marido en marzo.
Buscamos algo
que hacer, alguien a quien amar y una ilusión en el horizonte. Y a esto ayudan
mucho l@s amig@s, la familia y l@s compañer@s.
Los miedos, que
con tanta fuerza e insistencia brotaron hace unos meses, parecen deshacerse
lentamente ante la necesidad de continuar viviendo con cierta “normalidad”. La
amenaza biológica para los humanos persiste. Para el resto de seres vivos la
amenaza somos nosotros.
Después de
meses confinados, no pudimos esperar más, teníamos ganas de juntarnos
respetando el distanciamiento social y la higiene corporal (que somos personas
formales y educadas). Mascarillas caseras, quirúrgicas desechables, FFP2, KN95
de alto aislamiento, gel hidroalcohólico, . . Hubo quien llegó marcando
distancias y quien parecía un kamikaze de los abrazos. Íbamos con una idea
preconcebida y poco a poco fuimos dejándonos moldear por las circunstancias.
Cada uno es un mundo y hemos vivido esto de distinta manera. Existían ganas de
comunicarse, de ser escuchados, incluso de escuchar.
Sentimos los
espacios abiertos, los hermosos trigales bordeados de amapolas e hinojos, las
veredas entre los encinares que sujetan el erosionado suelo de los vallecitos
que llevan al Tajuña. La hilera de la tribu se partía por los distintos ritmos
que cada cual llevaba, mientras los perros iban y venían. Yo me quedaba casi
siempre el último (haciéndome el perro), frenado por la contemplación del
paisaje, la fotografía y alguna conversación. Hace ya un tiempo que he ido
abandonando las prisas. En la meta nos esperaban viandas y brebajes en el
bonito cobijo que un día decidieron habitar, estos viejos amigos, abandonando
la ciudad. Tras la pantagruélica ingesta dejé que mi mente y mis huesos
descansasen en horizontal sobre la firme tierra, arropado por el canto de
palomos, estorninos, verdecillos, jilgueros y el suave deambular de los cúmulos
que presagiaban la tormenta. El bálsamo de la amistad redujo más de una inflamación
emocional. Gracias amig@s.
Mientras no
consigamos la “inmunidad de rebaño”, el miedo nos acompañará como viene
haciéndolo toda la vida. De momento cultivemos la afectividad (incluida la
autoestima). Y recordad que los mismos que decían hace tres meses que la mascarilla
no era necesaria son los que ahora te multan con 100 euros por no llevarla
puesta. La verdad siempre es relativa. Escuchar otras verdades siempre
enriquece la nuestra, y en eso l@s amig@s son una ayuda fundamental.
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