domingo, 4 de octubre de 2020

LA VIEJA NEONORMALIDAD

 


El Parque Lineal de Palomeras ha vuelto a ser a un lugar prohibido para el paseo por orden de la autoridad competente, como si el remanso de paz que nos aporta el contacto con la naturaleza (aunque sea cautiva) y el ejercicio físico fuese un peligro (¡que manía con no dejarnos respirar!). 


La ciudad y los barrios fueron selectivamente confinados por áreas ambulatorias, coincidiendo casualmente con los distritos donde vivimos más número de trabajadores “esenciales” (obreros y obreras presenciales). A la marginación económica se añade la marginación sociosanitaria. Los mismos políticos que nos animaban a disfrutar de las vacaciones y llenar los comercios de la capital (en junio), son los que ahora nos responsabilizan de la extensión de la pandemia por salir de casa o no ponernos la mascarilla (que hace 6 meses era totalmente innecesaria, según ellos). Una prueba más de que la renovación estética de nuestra clase dirigente no ha ido mucho más allá de un cambio de imagen. Son más jóvenes y más guap@s. Todo un reflejo de la sociedad en la que vivimos.

Pero he de reconocer que soy de los privilegiados que puedo viajar (con mi análisis serológico negativo, mi juego de mascarillas y todas las precauciones posibles), disfrutando de una libertad que ya quisieran much@s. Yo también tengo derecho a tomarme unas vacaciones después de haber trabajado, aunque me resulta difícil no preocuparme por lo que está pasando.


Desde el distanciamiento que da ser un nómada con VISA (o similar) recorriendo hermosas playas como la de Oyambre o Luaña, bosques de ribera como el del Saja o la desembocadura del Nansa en Pechón, hermosos pueblos como Comillas, San Vicente de la Barquera o Cobreces, acantilados como Punta Moria, me enfrento al ciberespacio que exige mi socialización distanciada: mis redes sociales de entretenimiento salpicadas por las protestas de los trabajadores de los barrios confinados para salir de paseo pero no para ir a trabajar en el masificado transporte público. Todo un “problema” de señor del primer mundo.


La normalidad imperante empieza a parecerse a algunas distopías ya anunciadas, aunque persistamos en engañar a las nuevas generaciones con un futuro luminoso. El planeta seguirá dando vueltas alrededor del sol, las palomas ya han aprendido a poner sus nidos sobre el cemento, las cigüeñas se posan sobre árboles de hierro y las cochinillas de la humedad (crustáceos con más de 100 millones de años sobre la tierra) continuaran con su ecológica labor. Nosotros es posible que estemos corriendo hacia “no se sabe dónde”.

 

Mientras muchos podemos (todavía) estar en la retaguardia de esta guerra biológica, a otros muchos se les obliga a sobrevivir en primera línea. Unos disfrutamos del esfuerzo y sacrificio de otros. El virus solo ha agudizado la segregación que ya existía. Cuando en una casa de 40 – 60 metros cuadrados tienen que vivir 6 o más personas que salen a distintas ocupaciones, es imposible mantener el distanciamiento social que se exige. Cuando tu club de campo es el bordillo de las aceras y tu esperanza está en la suerte de los juegos de azar, es más difícil comprender la dimensión de la pandemia. Cuando un abrazo o un apretón de manos es el único reconocimiento afectuoso que recibes en todo el día, es muy duro tener que estar aislado de los tuyos. Cuando tu ambulatorio está desbordado por falta de médicos y enfermeras, y tienes que hacer cola en la calle, o el colegio de tus hijos está lleno de niños que no pueden cambiarse la mascarilla todos los días; está claro que vives en un barrio pobre, como los arrabales de la edad media, fuera de la muralla protectora. Y cuando protestan por ello se les llama irresponsables propagadores (apestados), a diferencia de los manifestantes de los barrios ricos que ejercían su legítimo de derecho a la libertad de expresión con sus coches y banderas (y mejor perfumados). En estos barrios la bandera es un viejo cartón pintado con la palabra dignidad.


La neonormalidad en la que estoy sumergiéndome me recuerda mucho a la vieja normalidad, pero con bozal. Un bozal que, como a los perros potencialmente peligrosos, se nos ha impuesto por nuestro bien y el de aquellos que nos rodean. Pero a diferencia de los canes, los homo sapiens sabemos cómo quitarnos el bozal para sentirnos libres. Yo me lo quito para poder respirar y oxigenarme. El frutero del mercadillo se lo aparta para gritar el kilo de tomates a un euro. Los más racionales se lo quitan para tomarse unas cervezas y unas raciones (de ahí lo de animales racionales). Hay quien disfruta del enmascaramiento que le da ese halo misterioso. En la tele se lo quitan para dar ejemplo de tranquilidad y  normalidad. Otros viven esto como una penitencia que les redimirá. La mayoría (ahora) vamos tomando conciencia de nuestra necesaria responsabilidad personal, ante el desbarajuste en el que parecen sumidas las “cabezas pensantes” sembradas de ocurrencias. Nadie puede ser experto en lo desconocido. Y por supuesto están los que creen que esto no va con ellos. Se ha desatado la guerra de las mascarillas (y la de los protocolos), desde nuestro enmascaramiento social. 


Ante tanta batalla mediática que nos inunda, me cobijo en la actividad para guarecerme de la tormenta de emociones que inundan mi mente y enciendo una velita de ilusiones por tener algo de luz en el camino. Creo que tod@s deberíamos hacer el esfuerzo colectivo de comprender a nuestros semejantes en estas difíciles circunstancias que nos está tocando vivir en España (lo que puede estar pasando en el mundo de los desheredados no quiero ni imaginármelo). Nadie tiene la verdad absoluta, ni el derecho a imponer su verdad a los demás.


El individuo se pasa media vida forcejeando desde sus inseguridades, buscando respuestas externas, en lugar de escuchar a su conciencia. Dejándose llevar por aquellos que dicen saber el camino que más le conviene, cual espigas al viento. Parecemos un rebaño en busca de un pastor, eligiendo a líderes que nos guíen en nuestro continuo fluir por las encrucijadas que la vida nos presenta. Siempre buscando la normalidad. Aunque también es cierto que hay seres rar@s que sienten la necesidad de recorrer veredas menos transitadas, a riesgo de salirse de la neo_normalidad que nos inunda.


Qué los caminos del otoño nos permitan recoger los frutos que generosamente ofrece. Salud y ánimo.

 

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