Atardece en una ciudad semidesierta y desde los confines de
mi cobijo, junto a la ventana, mi niño interior se asoma para contemplar el
continuo milagro de cada nuevo día, tratando que los vientos de la historia no
me desvíen demasiado de la utopía del autoconocimiento. Lo siento, pero
escribir un poco forma parte de esta navegación en la que me cuesta mantener el
rumbo.
En el cielo ya se ven los primeros vencejos con sus grititos
y sus acrobacias aéreas. Por un tiempo, estos emigrantes negros, no serán un
peligro para el tráfico aéreo, y viceversa. Los estorninos se han enseñoreado
del “hueco de luces” entre los bloques de pisos, desplazando a las palomas
domésticas en la labor de cagarse sobre la ropa tendida. Las cigüeñas siguen
desaparecidas de las antenas.
Al caer la tarde y al alba, son los mirlos los
que se dejan oír desde las cornisas y las copas de los árboles, mientras sus crías reclaman el cebe. Las torcaces
han tomado las más altas ramas del olmo y el pino “de acera”, dejando su “huella
orgánica” sobre los coches aparcados bajo la arboleda. Por la mañana se
escuchan jilgueros, carboneros, hurracas, gorriones y algún conductor cabreado
por las cagadas aviares sobre su carro.
Por la noche son los gatos callejeros quienes husmean entre
los setos buscando a los pollos de los mirlos, sin perros ni humanos que les
hostiguen y con los coches todos aparcados. Incluso los conejos han llegado
hasta el Parque Lineal (hace tiempo).
Ya han comenzado a volar esos pequeños seres a los que
llamamos bichos (mariposillas, mosquitas, abejas, ..), y otros, más diminutos
todavía, han atravesados todas las fronteras, incluso las de nuestras células. Y con los bichejos han espabilado
las ranas en sus amorosos cortejos en las charcas del Jardín Botánico.
La primavera no respeta el estado de alarma ni el
confinamiento, las leyes de la Naturaleza son más poderosas que las que dicta
la autoridad competente.
Han florecido lilos y acacias para perfumar el aire con
su dulce aroma en ausencia de los habituales humos.
Asomada a la ventana veo a una vecina que casi nunca veía.
Con su bata rosa y su smartfone en la oreja. También sale al aplauso solidario.
Necesitamos socializarnos de alguna manera, aunque sea en esta vorágine de
funerales y entretenimiento a raudales. No somos setas, aunque a veces podamos
parecerlo.
Como una gota de agua sobre la hoja caída, la soledad del
enclaustramiento nos enfrenta con nosotros mismos para mostrarnos lo poco que
nos conocíamos. Deseamos ardientemente volver a esa normalidad que no hace
tanto criticábamos. Volveremos a la normalidad, pero ya no será la misma. Somos,
en buena parte, agua fluyendo en nuestro arroyuelo vital.
Por más que corramos, la tormenta emocional que sacude a
casi toda la humanidad nos lleva a crecer como personas (cada cual a su ritmo y
en sus circunstancias), salvo a aquellos que no quieren verse y vibran en la
continua ira, y siguen viendo solo “la mota en ojo ajeno”. Veinte siglos de cristianismo
y seguimos crucificando más que hermanando. Decenas de revoluciones y siguen
mandando los mismos (los del alma vaciada). Algo no hemos aprendido de la
historia cuando seguimos abandonando a los venerables ancianos de la tribu para
seguir enredados en jueguecitos y peleas de niños mimados.
Por el ciberespacio navegan, como pateras a la deriva, todo
tipo de frases y reflexiones deseosas de que seamos capaces de asimilar la
lección que la biología nos está dando, pero estamos tan desacostumbrados a
escuchar y valorar los mensajes de la Naturaleza que hemos desarrollado una
sordera psicológica para solo escuchar aquello que satisface a nuestro ego
antropocéntrico.
Nos hacemos presentes en las redes sociales con reenvíos de
cosas que han escrito otros, con postureos felices, con turísticos viajes pasados,
con elaborados platos de cocina, con todo tipo de gracietas, con manifiesto
amor hacia nuestras mascotas, con acrobáticas posturas de yoga (y otras
gimnasias), con recuerdos de lo añorado, con entraditas como esta.
Y entre medias, en esas mismas redes sociales, las ONGs nos
piden ayuda para los inmigrantes sirios, los niños palestinos, los que no
tienen comida o techo, …. Casi han desaparecido los anuncios de coches, pero
nos siguen advirtiendo de que hemos dejado el planeta como los adolescentes
después de una fiesta. Estamos de resaca, sociológica, con una fuerte
inflamación emocional producida por una sobresaturación de preocupaciones y
desconocimiento de nuestro ser. Es como si la cometa de nuestros sueños se
hubiese quedado enganchada en un árbol de hierro y nos costase desenredarla.
Y como dicen que lo mejor para la resaca es tomarse un buen
trago, a ello voy. Nuevos capítulos de una nueva serie me esperan (estamos en
la utopía del entretenimiento continuo). No puedo salir a ver la luna entre los prunos en flor.
Suena una ¿música? electrónica atronadora hecha por
máquinas, que ahoga a la guitarra que estaba tocando un niño en la terraza de
su piso, después de haber estado aplaudiendo desde antes de las 20h. Ya pueden
salir a pasear un rato. Lo ha dicho el gobierno. El ruidoso se calla y va
desapareciendo la luz solar entre nubes y silencios. Y no me enrollo más que si
no termino hablando de Alfonso XII “El Pacificador” y la España de finales del
siglo XIX, asomándome a colina de la historia.
Salud, ánimo y serenidad para saber distinguir lo que
podemos cambiar y lo que no. Mientras tanto aceptemos los contraluces que la
primavera nos ofrece.
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