sábado, 31 de marzo de 2018

Miradas periféricas.



Una vez más ha llegado la primavera, pero en lugar de recibirla nos hemos ido. La hemos ido a buscar a la playa, a las pequeñas aldeas, a los valles de aguas cristalinas, a los cogollitos típicos de otras grandes ciudades, a exóticos parajes. Por el Parque Lineal se escucha el silencio, el vacio, la quietud.


Caminamos poniendo nuestra atención en alcanzar una meta, tan centrados en ella que perdemos la visión de la periferia que nos rodea. Ese medioambiente, ecosistema o aquí y ahora, que algunos dicen; se nos ha difuminado de tal manera, que a veces parece que el universo estuviese en las pantallas electrónicas y no en el cielo.



No vemos la transformación de las nubes por el viento del norte, ni el brotar de los olmos y negundos, ni el horizonte tapiado que nos hemos creado. No distinguimos el canto de los jilgueros y los verdecillos. No vemos como se hacen, una y otra vez, brechas verdes en el asfalto, asomando lo salvaje ocultado por lo civilizado. No vemos el nido del pito real (pájaro carpintero) en un viejo tronco, ni la lucha por el territorio de colirrojos y carboneros. La naturaleza la hemos convertido en un pariente lejano, al que visitamos de vez en cuando.


En esta urbe semivacía por la pasión de celebrar la Semana Santa, lejos de aquí, empieza a flotar una hermosa luna llena que se alza sobre las nubes teñidas por los últimos rayos del Sol. En el azul se dibujan unos trazos de humo blanco, lanzado por una lata voladora que transporta homo sapiens de un lado a otro del planeta. Otros viajes, más silenciados y oscuros, solo dejan un rastro de inhumanidad. Esos sí que son vía crucis de sufrimiento y de pasión.
Las miradas periféricas hacen que sintamos más el camino vital que vamos haciendo en esta nave llamada Tierra, al abrir un poco más nuestra egocéntrica mente. Pero como decía aquel, no hay peor ciego que el que no quiere ver.




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