Una vez más ha
llegado la primavera, pero en lugar de recibirla nos hemos ido. La hemos ido a
buscar a la playa, a las pequeñas aldeas, a los valles de aguas cristalinas, a
los cogollitos típicos de otras grandes ciudades, a exóticos parajes. Por el
Parque Lineal se escucha el silencio, el vacio, la quietud.
Caminamos
poniendo nuestra atención en alcanzar una meta, tan centrados en ella que
perdemos la visión de la periferia que nos rodea. Ese medioambiente, ecosistema
o aquí y ahora, que algunos dicen; se nos ha difuminado de tal manera, que a
veces parece que el universo estuviese en las pantallas electrónicas y no en el
cielo.
No vemos la
transformación de las nubes por el viento del norte, ni el brotar de los olmos
y negundos, ni el horizonte tapiado que nos hemos creado. No distinguimos el
canto de los jilgueros y los verdecillos. No vemos como se hacen, una y otra
vez, brechas verdes en el asfalto, asomando lo salvaje ocultado por lo
civilizado. No vemos el nido del pito real (pájaro carpintero) en un viejo
tronco, ni la lucha por el territorio de colirrojos y carboneros. La naturaleza
la hemos convertido en un pariente lejano, al que visitamos de vez en cuando.
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