Sobre el marco de la pantalla LCD
de mi ordenador una mosca se hace la “toilette” afanosamente. En un ejercicio
de flexibilidad corpórea, que ya quisiera yo, se pasa las patitas por encima de
sus alas, se frota las manitas una y otra vez, mientras revolotea y se posa
sobre las barras de herramientas y tareas, examinándolo todo con sus ojos
saltones. Su falta de respeto hacia mi labor “creativa” y su obsesión por el
contacto corporal, llegan a irritarme. ¡Por qué me habrá tomado!
Bajo la piel de mis brazos se
alzan, como una diminuta cordillera, unos molestos granitos que me salen cuando
tomo demasiado el sol. En mis piernas todavía siento el escozor de las ortigas
con las que me he ido restregando por caminos perdidos en el valle de
Santurdejo a Pazuengos, mientras recolectábamos orégano en flor, malvas e
hipérico, bajo en continuo zumbido de abejas, moscardas, avispillas y tábanos.
La abundancia de variedad biológica, no siempre resulta tan idílica como nos la
imaginamos los evolucionados urbanitas.
Deseosos de civilización,
cabalgamos sobre nuestro caballo de hierro por senderos de asfalto que nos
llevan a Santo Domingo de la Calzada, para comprar el apreciado “pan de
pueblo”. Recorriendo su calle Mayor salpicada de monumentos medievales
dedicados al culto religioso u hostelero, me sorprende la gran cantidad de
peregrinas y peregrinos que hacen el llamado camino de Santiago, con sus pesados
macutos, sus pies cansados y sus tarjetas de crédito. Sagrado y profano se
mezclan en las callejas y soportales en los que las conversaciones son un
continuo intercambio de experiencias… sobre el Camino. A veces siento envidia,
pues por más caminos que recorra nunca conseguiré el jubileo jacobeo del santo
matamoros.
Ayer acabamos molidos en la
subida a la abandonada aldea de Ulizarna, donde los últimos repobladores habían
dejado un saco enorme de comida para gatos, una antena de televisión y,
seguramente, un montón de ilusiones sobre la vida “alternativa” en el campo.
Media docena de esqueletos de grandes aves yacían sobre el suelo de la reparada
vivienda, esperando el momento en que otros intrépidos humanos vuelvan a desempolvar
la aventura de vivir a kilómetros del pueblo más cercano, donde las huellas más
frecuentes son las de los jabalíes en los resecos lodazales y las abejas te
intimidan cuando tratas de recoger tomillo en flor.
Que distintas las viejas piedras
de estas humildes casas perdidas en la montaña o en los pueblos, de los grandes
bloques tallados que conforman las abundantes iglesias y catedrales, los
monasterios de Yuso, Suso en San Millán de la Cogolla, o la abadía cisterciense
de Cañas. Unas dando cobijo a las más elementales necesidades biológicas de
campesinos, recolectores, pastores o cazadores, en dura competencia con una
naturaleza hostil y generosa al mismo tiempo; y las otras, las monumentales,
albergando a la nobleza, la cultura y las sacrosantas tradiciones en grandes
edificios diseñados por famosos arquitectos en honor a santos y reyes, con las
generosas aportaciones del pueblo. La edad media tiene sus semejanzas con los
tiempos modernos, de vez en cuando ajusticiaban a algún delincuente atado al
crucero en la plaza del pueblo, al igual que ahora se vapulea a algún chorizo
en los medios de comunicación de masas.
Y la mosca dale que te pego,
empeñada en darme un micromasaje sensitivo. ¡Que no! ¡Pesaadaa!
Interesante reflexión.
ResponderEliminarQué bueno!! Te inspiran los moscardones??
ResponderEliminarFuisten tú la que me inspirastes a esto del blogeo. Morcarda? (jeje)
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