La vida está llena de elecciones, algunas libres y otras condicionadas. Cuando salimos del paraíso uterino de nuestra madre, tenemos que elegir entre respirar o morir. Cuando nuestros padres eligen que educación darnos, no elegimos nosotros. Cuando elegimos emparejarnos, lo hacemos condicionados por las circunstancias biológicas y sociológicas, lo mismo que nos sucede con el trabajo. Es importante saber distinguir.
Cuando empecé a hacer uso de mi libre albedrío elegí dejar de estudiar para estar todo el tiempo posible con mi churri, elegí hacer la mili para conseguir trabajo, elegí madrugar durante más de 40 años para tener un salario que me permitiese satisfacer mis necesidades.
Ahora puedo elegir levantarme cuando quiera, gracias a que los derechos sociales logrados por los trabajadores durante los últimos siglos me permiten tener mis necesidades cubiertas en los últimos años de mi vida. Pero esto no ha sido siempre así y es posible que deje de serlo.
La historia de la humanidad nos enseña cómo han ido cambiando las sociedades y los individuos. Solo hay que asomarse a los libros y contrastar las informaciones (como hacía Heródoto).
Cuando de elegir se trata conviene ser conscientes de nuestros condicionamientos, explorar segundas y terceras opiniones (como con los médicos), y responsabilizarnos de nuestras decisiones.
Vivimos en una democracia en la que los ciudadanos podemos elegir a nuestros gobernantes, que ya no son impuestos por la fuerza o la voluntad divina (aunque siempre hay fuerzas ocultas que influyen poderosamente). Procuremos que sean las personas más capaces, honradas y justas.
En esta sociedad de consumo todo parece limitarse a saber elegir el mejor producto, teniendo en cuenta la relación entre la calidad y el precio. Como decían en mi barrio, “que no te vendan una burra con alas”.
Que la fuerza de la reflexión te acompañe en el difícil equilibrio entre razón y emoción (está complicado).
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