martes, 4 de mayo de 2021

LA LIBERTAD DEL CALAMAR

 

Camino del cotidiano paseo que me saca de mi cómodo cubículo hogareño para sumergirme en una de esas fronteras verdes (tan escasas en las grandes urbes), como es el Parque Lineal, donde jilgueros, mirlos y verdecillos cantan a esta primavera que brota junto a la M40, huelo el aroma a fritanga de calamares que sale del bar de la esquina. Ayer mismo hice un ejercicio de libertad a la madrileña, equilibrando mi cuerpo/mente,  zampándome un bocata de entresijos y parte de otro de calamares, acompañado de un poco de tinto de Toro.


En tiempos prehistóricos es muy probable que donde hoy está el Parque Lineal hubiese un mar en el que viviesen los antepasados de los cefalópodos que hoy pescamos con enormes buques en el mar patagónico donde viven libres y felices. La historia, la biología y el mercado global me ofrecen estas curiosidades (por si quiero reflexionar mientras hago la digestión).

 

Pero tras la tierna e inofensiva apariencia de un bocata de calamares se esconde un voraz carnívoro con 3 corazones, 2 tentáculos con ventosas y 8 brazos. Tras esos ojos lastimeros esconde un pico afilado que utiliza para despiezar a sus presas en trozos manejables a los que erosionar con su lengua rasposa (rádula). Cuando se siente amenazado es capaz de cambiar el color de su piel con sus células cromatóforas y huir soltando chorros de tinta. Todo es válido para defender su libertad.

Los bocatas de estos téutidos marinos se han convertido (para algunos sapiens) en la bandera de una curiosa libertad cuyo mástil es una cerveza (o similar) en un bar, y cuyo pedestal es el desconcierto social producido por la pandemia que estamos sufriendo. Aunque a decir verdad, yo soy más libre con una ración de las muy madrileñas “bravas”, con su salsa de pimentón picantón, harina, vinagre y un toque de cominos (que dentro de la libertad a la madrileña hay clases).


Parece ser que la libertad del espíritu humano no está en la incierta reflexión filosófica sobre lo que está viviendo nuestra especie en este joven siglo XXI, sino en zamparme las más exóticas experiencias que mis posibilidades me permitan (incluido el tapeo y las cañas de cerveza). Y yo comiéndome el coco con Krishnamurti, con lo fácil que es darle gusto al cuerpo y punto. Ya lo decía Confussia: “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”.

 Todos mis antropocéntricos esfuerzos morales por creerme “el bueno” de mi película, no me hacen ni más listo ni más santo que esos pobres cefalópodos rebozados que sufren su particular martirio de aceite hirviendo para disfrute de mi glotón paladar.

Al final va a tener razón la “influencer” que arrasa en los medios de opinión con su consigna de ¡¡“Veganísmo o calamar”!! (o algo parecido).

Lo que sí está claro es que cuando se deja arrastrar por quienes manejan las grandes redes, acaba la libertad del calamar. 

A ratos me siento un poco cefalópodo de ciudad, ¿por qué será?

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