En las soledades a la sombra del
calor veraniego, frente a la pantalla que me atrae con su ciberrealidad
colorista, veo la colección de estos cromos vitales, guardados en su carpeta.
La bella doncella luce
petrificada en la umbría, brotes de magnolia anuncian la lejana primavera,
musgos, líquenes y ombligos de Venus gustan de la humedad y la penumbra, y el
palomo esperando sobre la baranda.
Es una mañana de invierno en la
que juego a ser un turista en mi propia ciudad y dejarme sorprender por la
ajardinada naturaleza que crece entre secretas escalinatas de piedra rodeadas
por la hiedra, y amplios paseos rectilíneos; que me recuerdan a lo público y lo
privado.
Lo que queremos que todos vean y las veredas extraviadas que
recorremos privadamente. Los reyes y reinas con sus desfiles y celebraciones,
ocultando los caminos oscuros donde se recogen emociones y secretos. Son los
reales jardines del Campo del Moro, uno de esos lugares que forman el
archipiélago de islas verdes en las que me gusta naufragrar cuando salgo a navegar
por el secarral madrileño.
Parece que me han visto desde la
atalaya que todo lo ve y ¡zas!, he recibido un montón de imágenes (vía Smartphone)
de la última celebración en el paraíso que vivimos, aunque a veces no lo apreciemos
y queramos más, más, más, más,… sin haber aprendido todavía que todo más
tiene su menos.
Me distraigo saltando de pantalla
en pantalla como en una tirolina de microondas que me transporta a otro tiempo
y otro lugar. Cuando me bajo, me cuesta regresar a donde estaba. Es lo que comúnmente
llamamos distracción, y que se ha convertido en algo muy normal.
Así es que ya no sé si estoy en
el retrete, perdido en la selva y con un cisne negro que acaba de salir del
w.c. Lo dejo.
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