Las borrascas han conseguido alcanzar el Parque Lineal de
Palomeras.
Las lluvias forman charcos de extraña belleza.
Los ánades reales tienen que descansar en islas de metal.
Los valerosos paseantes y sus “mejores amigos” se ponen las
ropas de invierno.
Los “castillos” infantiles están despoblados de niños.
Yo voy buscando veredas verdes para mis ojos y para mis
pies.
Atravieso el puente sobre la autovía.
Descubro una pequeña jungla en una antigua rambla
semiabandona.
El carril bici es casi invadido por árboles y arbustos.
Por fin alcanzo a contemplar un horizonte en el que lo
urbano parece rodeado por los bosques.
Donde encinas y olivos crecen en desigual batalla con las
grúas.
Qué bueno sería que aprendiésemos a respetar a quien nos da
el aire que respiramos.
Pero tras las vallas de los colegios se aprenden otras cosas
más “importantes”.
Vuelvo a cruzar el puente del anillo ciclista.
Me sumerjo entre catalpas, acacias, negundos y robles.
Las bellotas ya están madurando.
Hago unos estiramientos para sentirme entre el cielo y la
tierra rodeado de nuestros hermanos mayores.
Disfruto del agua domesticada, pasado el chaparrón.
Aprecio los mensajes de color que la naturaleza nos muestra
cada otoño.
El smarphone, siempre presente, nos distrae del camino, un
poco más.
Aunque el árbol del amor dé sus coloridos frutos, pasa casi
desapercibido.
Las cigüeñas siguen planeando en las corrientes térmicas,
para que los rayos del sol sequen su plumaje.
La juventud se sube a lo más alto para tener una perspectiva
que no es la de los años, sino la de las ilusiones.
En el suelo se producen milagros matemáticos como las
simetrías de la espiga.
Una abeja se aventura a recolectar el polen de un diente de
león antes de que sea segado por las metálicas cuchillas.
Las semillas de los ácer se preparan para emprender su corto
vuelo.
El camino lo tenemos sembrado de tecnología.
Bien estaría que empezásemos a plantar el futuro allí donde
se pueda, que se puede.
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