El enamoramiento, esa enajenación mental transitoria, suele estar representada por corazoncitos de color rosa y tener como sujeto a otro congénere al que le tratamos de imponer nuestro "amor". En mi caso, además, bajo mis defensas y trato de "enamorarme" de cada paseo que doy por el entorno circundante, aunque sea mi humilde barrio.
Los florecidos
almendros tienen que aguantar los atrasados fríos. Una leve esperanza florida
late a los pies de los bloques de viviendas sociales, en este barrio cargado de
excepcionales personajes callejeros.
La fiesta del
enamoramiento se desliza entre el consumo de regalos innecesarios y la
patología posesiva de quien entiende el amor como posesión exclusiva y
esclavizante.
La pequeña
efigie de Miguel Hernández se alza entre las cordilleras de ladrillos, mientras
una subcontratada trabajadora de la limpieza realiza su labor un tanto ajena a
tanto romanticismo y poesía.
Las caídas hojas
de los plátanos de sombra han sido atrapadas por una mini laguna cementada en
medio de la acera. Al otro lado de la avenida, en el Parque Lineal de
Palomeras, las últimas lluvias han alegrado la existencia de los líquenes.
Entre la
arboleda distingo la borrosa figura de un duendecillo deportista, y el castillo
de colores bordeado de su foso de agua.
La pareja de
ánades reales presienten una adelantada primavera, y los cipreses se llenan de
flores sin pétalos.
El pequeño
robledal todavía sujeta algunas hojas en sus ramas. Muy cerca ha crecido una
seta (parece champiñón). Las florecillas brotan en el prado y cada cual recorre
su camino. Fin del paseo.
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