domingo, 2 de febrero de 2025

EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE INVIERNO

 

Otra vez tengo un sueño recurrente en el que deambulo por mi antiguo trabajo, angustiado por no encontrar mi lugar en el entramado laboral.

Parezco perdido entre una multitud de extrañas personas que parecen muy enfrascadas en unas supuestas tareas que les impiden atender mi humano desconcierto. Todas llevan algún tipo de dispositivo inalámbrico que las mantiene conectadas a presuntas reuniones en línea con distintos y distantes departamentos de esta y otras empresas. Nadie me mira a los ojos. Soy como una especie de bicho raro que molesto ligeramente en su continuo trajín de ir y venir. Cuando, por fin, consigo encontrar a alguno de mis antiguos jefes para que me orienten en mis quehaceres, me atienden con una amplia sonrisa tranquilizadora, me preguntan “¿qué tal Medel? ¿todo bien?, me alegro de verte por aquí. Tú no te preocupes. Si necesitas algo ya sabes dónde encontrarme”, y con una palmadita en el hombro se pierden entre la tropilla de técnicos y especialistas hiperconectados a “otras cosas”. Y yo vuelvo a quedarme naufrago y sin isla en la que poder asentarme.

El entorno laboral está poco definido, es una especie de talleres, oficinas con despachos, almacenillos automatizados y salas de reuniones, que se entremezclan como una densa jungla grisácea de mamparas separadoras, bañado todo por una mortecina e intensa luz artificial que se mezcla con la claridad exterior que se intuye más allá de una especie de enorme burbuja de plástico y duraluminio que todo lo envuelve. Máquinas y humanos parecen cohabitar con naturalidad, entre reliquias del pasado como los desvencijados vestuarios para obreros y los sofisticados paneles de realidad virtual. Y yo preguntándome donde fichar mi entrada y salida, para poder irme de allí, o por lo menos encontrar mi antigua taquilla para poder cambiarme de ropa.

Mi figura parece anacrónica. Todo el mundo parece tener muy claro cuáles son sus multitareas, pese a que las diferenciaciones entre trabajo manual e intelectual parecen haberse diluido. De hecho nadie lleva ya un uniforme diferenciador, sino que la vestimenta es totalmente informal y cada cual va vestido a su manera, resaltando su individualidad personal. En lo único que se parece coincidir es en la esculturalidad de los cuerpos tallados por el deporte y la gimnasia. Mujeres y hombres se muestran generosamente seductores y contentos, con sugerentes prendas que muestran unos bodys rebosantes de tersa juventud. Una sensualidad encapsulada en una férrea y distante formalidad totalmente ausente de espontaneidad. Las sonrisas perpetuas parecen haberse embuchado a las antiguas risas y carcajadas que antiguamente brotaban por la familiaridad en el trato entre compañeros.

Yo sigo cada vez más angustiado, pues mi ropaje y apariencia me hacen parecer un tío patato en medio de un huerto de esbeltas zanahorias, ya que todo el personal luce una bronceada piel, mientras mi palidez sombría luce un mosaico de arrugas y verrugas muy poco juveniles.

Abrumado por no conseguir encontrar mi antigua identidad de Maestro de Logística, nº 2.710, sigo explorando los micro y macro pabellones que se entrelazan indefinidamente, en busca de un compañero que pueda orientarme, pero no conozco a nadie y mi angustia cada vez es mayor.

Sé que es un sueño y puedo despertarme, pero sigo esforzándome por salir del laberinto onírico que se repite desde hace años.

Para colmo, hoy había llevado (en el sueño) a mi hijo, que parecía mi nieto, por haber unas jornadas de puertas abiertas para familiares, y a mi habitual desesperación se añadía la de mi pequeño que no paraba de mirarme en busca de una explicación que yo no sabía darle. El turno de mañana se acababa y se solapaba con el siguiente, sin que yo pudiese concluir por no encontrar ni mi tarjeta identificativa, ni el reloj de fichar, ni ningún responsable que me exonerase de mi supuesta tarea. Así que llamé a mi madre para que viniese en coche a recoger al pequeño, el problema es que mi madre no sabía conducir y estaba muerta hace años. ¡¡Uff!! Mejor me despierto.

Probablemente este sueño esté cargado de simbolismos como el miedo a la pérdida de mi identidad, el temor a la obsolescencia en una sociedad hiper tecnificada y superficial, la creciente incomunicación larvada entre tanto medio de comunicación, la desconfianza en un futuro incierto y otras varias.

Pero también es posible que haya influido el zamparme para cenar unas rodajas de piña, dos tomates, unas lonchas de jamón serrano con biscotes integrales, unos trozos de lacón con pimentón y aceite de oliva virgen, unos frutos secos y un poco de Rioja tinto reserva de 2018, además de enterarme de que el Real Madrid ha perdido con el Español en Sarriá y de que el nuevo inquilino de la Casa Blanca pretende ser el nuevo emperador de la Ignorancia Ilustrada que se extiende por toda la humanidad. No lo sé, creo que todo influye, incluso la inquietud por el funcionamiento de mis mitocondrias, mi nervio vago, mi microbiota intestinal y el estrés que me produce la lucha entre mi ego y mi ser esencial.

Espero que después de desahogarme escribiendo, tomarme los kiwis y el kéfir, pueda pasar por el retrete y descargar esta pesadumbre gracias a la conexión intestino cerebro. Voy.

viernes, 20 de diciembre de 2024

FELICES FIESTAS

 

Sin las irrefrenables prisas de la ardiente juventud, contemplo el amanecer de un nuevo día, lo cual ya es una fiesta que me hace feliz aquí y ahora. El rocío invernal comienza a evaporarse bajo los primeros rayos del Sol, como viene haciéndolo desde hace 400 millones de años. Los descendientes de los saurios, mirlos, cotorras, urracas, gorriones y petirrojos, se desperezan para buscarse el sustento, el “sustento” trata de seguir viviendo pero se convierte en comida. No hay justicia para los más débiles, ni tiempo para cuestionarse el sentido de su existencia.

Los pequeños homínidos sapiens siembran de algarabía el sombrío paisaje urbano, camino del colegio donde serán formateados culturalmente. Las raíces de los árboles van aletargándose ante la llegada del invierno. Yo sigo buscando el sentido de mi vida, como todos los días, en la oficina de objetos perdidos, pero el señor serio del mostrador me mira raro, no sé por qué, a mí me parece que hay mucha gente que también lo ha perdido.

De alguna manera todas las formas de vida buscamos la grata satisfacción física y espiritual, eso que llamamos felicidad, y creemos que los días de ocio en los que nos reunimos para regocijarnos o celebrar algo son las fiestas en las que podemos darle rienda suelta a nuestro libre albedrío, ignorantes de nuestros condicionamientos biológicos, socioculturales y psicológicos como especie domesticada desde tiempos prehistóricos. Tenemos los caprichos muy mitificados.

En estas fechas en las que solemos desearnos “¡Felices fiestas!” con una insistencia tal que quien no sea feliz se sentirá muy desgraciado. Más que una opción deseable, hemos convertido la “felicidad” en una obligación de diversión productiva. Todo aquel que ose trascender el espíritu navideño de las lucecitas led, las comidas pantagruélicas y las fachadas “súper happy”, será tachado de muermo, grinch, rarito, amargado o disidente, perderá muchos puntos sociales pudiendo ser desterrado de la tribu. Yo estoy en el límite.

Desde estas letrillas te animo a que busques la felicidad en esa paz interior que produce la serenidad mental de conocerse a uno mismo, en la fraternidad con todos los seres que te rodean y en la contemplación del misterio de la vida natural; a qué vivas las fiestas como esa oportunidad, que tenemos solo los humanos, para que nuestra alma traspase la encorsetada normalidad en la que vivimos y pueda divagar libremente más allá de las continuas estimulaciones externas, permitiendo descansar a nuestro estresado y distraído cerebro.

Hay quien dice que la felicidad es la ausencia de la búsqueda compulsiva de la aprobación por parte de los demás. No lo sé.

Ojalá que la codicia y la ira se pudriesen, como paradigmas caducos que son, y de su fermentación surgiese el humus para nutrir el suelo en el que enraizasen el amor incondicional y la armonía con la Naturaleza, más allá de esa matrix de pantallas en las que andamos enredados. Por pedir que no quede.

Perdamos el miedo a reflexionar, a meditar, a contemplar, a frenar nuestra desenfrenada actividad “productiva”. Es justo y necesario. La felicidad no está en el fin de semana, en las vacaciones o la jubilación, si no en la consciencia del momento presente, ya sea zampándonos un manjar o limpiándole el culo a un niño.

Ya es de noche y desde el calor de mi hogar me asomo por la cristalera y veo a un hombre enjuto con un carrito y un palo rebuscando en los contenedores de la basura “ecológicamente” separada. En mi cocina, sin embargo, se escuchan las voces de asombro de mis amigos por la zarzuela de marisco que ha preparado mi querida esposa, después de haber estado picoteando toda la tarde, mientras nos contábamos las aventuras y desventuras de estas fiestas. Son los contrastes que viene padeciendo la humanidad desde hace miles de años, y que ni el Nacimiento o el árbol de Navidad logran ocultar.

Yo, de momento, me he adelantado al año que viene y ya me he puesto el control horario de mi Smartphone, con el firme propósito de “aburrirme” escuchando mis diálogos internos, lo que no impide que, a veces, alguna emoción o pensamiento negro zaino salte la barrera de mi corteza prefrontal y me lleve a las sombras de las guerras, las injusticias sociales o al dudoso futuro que estamos dejando a las próximas generaciones; pero ya voy aprendiendo a no hacerme daño gratuitamente y aceptar lo que NO puedo cambiar, y poner mi voluntad en lo que SI puedo cambiar (principalmente a mí).

De momento, soy como un Ícaro volando con alas de madera sobre la selva tropical de mi maceta (Spathiphyllum) recién regada, alzándome desde mi ventana hacia el Sol, sobre el horizonte enladrillado,  en este planeta azul celeste con 4.543 millones de años de antigüedad; mientras no dejo de garabatear en una reciclada hoja de papel, como quien bucea entre arrecifes de ideas para desearte ¡Felices Fiestas! y un ciberabrazo.

sábado, 6 de julio de 2024

El buen tiempo

 

Hay quien dice que todo tiempo pasado fue mejor, probablemente porque en el pasado éramos más jóvenes y más ilusos. Así me pasa cuando por las mañanas me veo en el espejo, arrugado como una pasa, y tengo que aceptarme mis sombras, como recomendaba Carl Gustav Jung, para seguir transformándome y no quedarme sometido a la negación de lo que soy. Y la primera transformación es exorcizar al zombi que llevo dentro mediante una pócima cafeínica que me ayude en la lucha continua por sumar un día más a mi jubilatoria existencia. Son las angustias vitales del primer mundo.

El neandertal que hay en mí quiere salir de la cueva, aunque no sea más que al Parque Lineal, el sapiens sapiens prefiere un centro comercial, inventarse una tarea doméstica o quedarse frente a una pantalla. Por muy evolucionado que me crea, sigo siendo un animal que necesita caminar como lo han hecho todos mis antepasados, aunque el sistema social en el que vivo me proporcione cualquier cosa con un simple clic, sin tener que moverme de mi cobijo. El ejercicio físico aeróbico favorece la creación de conexiones neuronales y la generación de nuevas neuronas a partir de células madre, aparte de quemar lorzas y desatascar las cañerías arteriales. Pero soy tan listo, que con leerlo tiendo a conformarme.

También es verdad que necesito comunicarme con mis congéneres y últimamente está muy complicado eso de escuchar y ser escuchado. Las miradas, los gestos, las expresiones corporales han sido sustituidas por emoticonos. Los abrazos son un extraño lujo y las conversaciones tienden a la superficialidad cual anuncio de detergente o eslogan político. ¿Qué tal estas?. Bien, hoy he ido de compras, la semana que viene me voy unos días a la playa. ¿Y tú? Bien. He venido de viaje y voy a ver si hago la compra. A veces, se profundiza y se llega a comentar lo mal que está todo, incluso los desatinos de algún ausente y hasta del tiempo que va a hacer; salvo en los bares, donde la historia de la antigua Grecia se mezcla con los coloreados peinados de los futbolistas, al tiempo que se presume de gafas “Emporio Armani” de 800 euros y se critica la inconsciencia de quienes votan aquello que parece bárbaro mientras se exige a la camarera sudamericana que se apresure con los botellines y otro aperitivo, todo en una apasionada atmósfera de fraternidad etílica (como lo hecho de menos).

Pasado ya el invierno, la joven primavera limpió el aire, dejando la tierra regada y a las lombrices contentas. Acaba de nacer el verano. Ya lucieron las flores amarillas de las mostacillas, cerrajas, caléndulas y dientes de león. Ya florecieron las moradas lilas, paulonias, cardos, verónicas y las floridas melias con su dulce aroma, las rosas con sus espinas y las amapolas con sus efímeros pétalos. Ya están los pulgones vampirizando la savia de los tiernos tallos y las acacias de Constantinopla lucen sus desmelenadas flores rosadas. Es la exaltación colorida de los pocos trozos de tierra que van quedando en las postmodernas ciudades que habitamos, entre los que se encuentran los parques urbanos por los que deambulo, cuando no estoy por las playas o montañas de España, perdiéndome para encontrarme. Los occidentales somos así, buscamos fuera para estar alejados de lo que llevamos dentro.

Parece que las abejas están en huelga y que ha habido reducción de plantilla entre la mayoría de insectos que, no hace mucho, eran multitud de destripados en los parabrisas de nuestras latas corredoras. De poco les ha servido a los enjambres que hayamos exterminado a buena parte de sus depredadores, incluidos los glotones osos que se zampaban las colmenas y los abejarucos que preferían a las himenópteras crudas y regordetas (por ser seguidores de la “moderna” dieta paleolítica). Nosotros, los humanos, parece que ignoramos que desde que nacemos comenzamos a morir, y vivimos soportando nuestras circunstancias por no saber escuchar lo que el continuo milagro de la Naturaleza nos susurra: somos vida. Estamos atrapados en nuestras convicciones y condicionamientos sociales, cual oruga que no quiere ser mariposa. Somos unos bichos raros.

Vuelve el “buen tiempo” espantando las lluvias para que podamos disfrutar de nuestro merecido período de holganza. Ya pasaron las procesiones, incluidas las de las orugas del pino, pero vuelven a repetirse en las autovías de entrada a las metrópolis. Ya estamos pensando en la próxima escapada. Algunos, hemos convertido nuestra existencia en la búsqueda del sacrosanto cachopo después de esquiar por las arenas del desierto del Gobi y sudar en una sauna finlandesa y así ser bendecidos por nuestros amigos instagram y recibir la gracia de los “likes”.

Pero el “buen tiempo” no es igual para todos, todas y todes. En Ghana y Costa de Marfil las tormentas arrasaron las plantaciones de cacao (60% de la producción mundial) y en muchos lugares de España la escasez de agua está provocando restricciones. Como esto siga así, la naturaleza terminará amargándonos los desayunos, sin miel y sin chocolate para los churros. Un desastre.

Quienes sí parecen gozar de una salud de hierro son los gobiernos de los “pueblos elegidos”, en su incansable tarea de recuperar los “reinos perdidos” y expandir la justicia del más fuerte, eliminando a miles de infieles en sus sacrosantas guerras en nombre de su dios, su libertad, su patria o su tribu. Tengo que aumentarme la dosis de la pastilla del optimismo esperanzado  para poder abstraerme de esta realidad que me deprime. Lo primero es mi salud, mi felicidad, que para eso vivo en el “estado del bienestar”.

Trato de seguir el sabio consejo de una amiga que me sugiere escribir con más humor y alegría, que bastante sufrimiento hay en el mundo (y en cada uno de nosotros), como para que venga yo a regocijarme con las sombras y tristezas del alma humana. Tiene toda la razón. Me pongo un lápiz entre los dientes y así envío un mensaje a mi cerebro de que estoy contento y sin problemas, liberando endorfinas (y otras hormonas finas) que impiden el machaque de mis telómeros por angustias y estreses. Funciona. La alegría es vida, y al populacho parece que solo nos queda la chanza como arma de autodefensa antiinflamatoria.

Aunque nos amenacen con toneladas de armas nucleares (y de las otras), aunque los apocalípticos (religiosos o ateos) nos anuncien el desastre final, aunque la humanidad esté dirigida por peligrosos enfermos mentales, tengo que estar happy por obligación (y por imitación), de lo contrario parecería que el enfermo soy yo, y no este conglomerado industrial que tan generosamente me proporciona el infinito entretenimiento para mi continuo disfrute (dentro de un rato empieza mi serie favorita).

Ayer pude asistir al impresionante entusiasmo de buena parte del proletariado ante el triunfo del mejor equipo de fútbol. Me sorprendió mientras paseaba por el barrio, el enorme rugido que brotaba de los abarrotados bares. Por un instante lo confundí con una pelea de perros de presa. Más de 80.000 personas se aglomeraban en las gradas del campo de batalla dando rienda suelta a sus emociones y varios millones de telespectadores se generaban su dosis de dopamina (tan necesaria para disfrutar de la vida), contemplando a los gladiadores del balón, traídos de todos los rincones del mundo, en la heroica tarea de defender sus colores. Insigne labor a la que también se han incorporado las mujeres (todo un avance social, dicen).

 Reconozco que tengo un problema en el giro frontal inferior derecho de mi corteza cerebral, que no se inhibe lo suficiente en la apreciación de una realidad que no es tan buena como yo quisiera. Tendré que reajustarme mis dosis de felicidad química, o rezar para que se vayan al cielo, lo antes posible, aquellos que provocan mi desánimo (como hacen algunos curas católicos con el “disidente” Papa Francisco).

El caso es que mientras mi mano se desliza sobre este folio en blanco (antes de convertirlo en un archivo electrónico que lanzaré al ciberespacio), mi cerebro parece desinflamarse, aunque sigo siendo un cabezudo. Es como si el bolígrafo fuese una sanguijuela que me sangra de tanta estimulación exógena que, cual ventisca alpina, hace que busque refugio en un Somontano reserva de 2017 y un turrón de yema con naranja (47% de azúcar, sorbato potásico E202, metasulfito sódico, glucosa, ácidos ascórbico y cítrico, 16% de trocitos de naranja y 6% de yema de huevo), que había sobrevivido a la Navidad. Hoy no he conseguido quemar las calorías engullidas (he vuelto a pecar) y eso debilita mi amor propio, dejándome expuesto a las valoraciones ajenas (¡joder tío, estás más gordo!).

Menos mal que con esto de la neurociencia estoy aprendiendo a activar mi giro frontal inferior izquierdo, para apreciar lo bueno que la vida me ha dado. Es ese optimismo tan necesario para no ahogarme en esta eternamente alegre sociedad que parece estar emborrachada de un antropocentrismo infantiloide que lo apuesta todo a la diosa tecnología, olvidándonos de percibir la vida que nos hace vibrar como seres conscientes. Parece que nos cuesta muchísimo contemplar el tiempo más allá de nuestra efímera existencia. Ni los miles de siglos de evolución o el inconmensurable universo parecen movernos a la reflexión. Nos motiva más los reenvíos de vídeos de personajillos (humanos, gatunos o perrunos) y consejillos que no practicamos, porque de alguna manera hacen que nuestro ego sea inmortal durante el tiempo que nos hacemos presentes en las pantallitas de otros.

Doy gracias, a diario, por tener salud, agua, cobijo, alimento, electricidad y personas que me han ayudado a continuar el camino durante esta y otras etapas de mi vida. Ojalá que todos los humanos pudiesen disfrutar de estos inapreciables tesoros. Por buenos deseos que no quede. Pero soy consciente que la mayoría no puede o, peor aún, no los valora.

Gracias a mis antepasados (desde las algas microscópicas hasta mis padres), soy lo que soy y tengo lo que tengo. Bueno es valorarlo, aunque sea escuchando el solitario tic tac del reloj fabricado en la República Popular China, que acompaña al silencio del viento que se cuela entre el incansable ruido que envuelve la ciudad encendida al brotar la noche tras los atardeceres rosas.

Mientras, me enfrento a las pantallas que distraen al homo sapiens del siglo XXI, para que la red por defecto (el continuo pensar de nuestro cerebro) no me atormente con mis contradicciones. Es la angustia vital de este llamado primer mundo en el que me ha tocado vivir (y por lo que gracias doy).

¡¡Joder que alegre me está quedando la entradita esta!! Y eso que había hecho propósito de enmienda. Con razón algún amigo dice que soy un quejica. Contento tenía que estar porque 84 millones de turistas han venido a visitar nuestra querida España, porque Doñana se vaya a convertir en un criadero de langostinos, porque seamos los terceros productores de carne de cerdo (después de China y EEUU), según la PORCAT (Associació Catalana de Productors de Porcí), porque el trabajo de los jornaleros del campo lo hagan los tractores, porque la Inteligencia Artificial (IA, no confundir con AI, Amnistía Internacional) venga a liberarnos de la infinita estupidez humana (que dijo Albert Einstein), porque Odín, Jehová, Alá, Izamna, Brahman y el dios verdadero nos sigan animando a reproducirnos y dominar la Tierra soñando con un futuro repleto de viajes, playas, centros históricos, segundas viviendas y todo tipo de experiencias agradables.

En fin, gracias doy porque después de muchas luchas y revoluciones, los proletarios hemos conseguido establecer la dictadura de la prosperidad total, que nos impulsa sin cesar hacia la ansiada utopía de ser felices sin mirar más allá de nuestras narices.

Mientras tanto, mis vecinos gitanos del bajo mezclan los humos de la barbacoa con los de la hierbabuena, mientras los churumbeles corretean por una calle desierta de niñas y niños; totalmente ajenos a mis elucubraciones sociológicas y a la hartura de sus formales vecinos polacos. Es lo que tiene la convivencia multiétnica, cuando hace buen tiempo.

martes, 16 de abril de 2024

Un cuento chino en el Parque Lineal de las Palomeras

 

       En el amanecer del verano tardío salí a pasear por el Parque Lineal. La alegría de la tierra húmeda se manifestaba en el verdor y el aire limpio y el retoce de los animalillos. Cazaban desde las ramas de los árboles los jóvenes papamoscas que pasaban hacia el sur, precediendo a sus mayores. En el cielo todavía se podían ver algunas de las nubes que se habían atrevido a separarse de su mamá borrasca para sobrevolar la urbe y dejando el suelo encharcado. Yo iba paso a paso, respiración a respiración, contemplando el sentido de la vida, más allá de mi ego y mis rumiaciones.

Cruzando la autovía sobre el puente colgante observé al chino pobre, que tantas veces había visto, con el carrito en el que recoge lo que otros desprecian. Le saludé y nos comunicamos como pudimos. Su mujer y sus hijos habían muerto en uno de los monzones que pasan por su tierra. Él trabajaba esclavizado hasta pagar su deuda, en la cocina de un restaurante semiclandestino, y lo poquito que ahorraba se lo mandaba a su familia. Ahora no tenía sentido tanto trabajo y esfuerzo. Se escapó y vive en un rincón de una nave del antiguo polígono industrial de la Villa de Vallecas, junto a otros aventureros de Costa de Marfil, Marruecos, Bangladés, Siria, Ucranía, Rumanía, Ecuador, Perú, Filipinas, Armenia, Mali, Sudan, Senegal, Rusia, Vietnam, Brasil, Guatemala y un inglés. Les une el idioma español, el fuego comunitario y las interminables historias que se cuentan sin necesidad de que se las invente una smart tv.


Le conté un poco de mi historia personal y lo tristes que solemos ponernos aunque tengamos de todo. Se rió con total espontaneidad. Me contó su juventud en una fábrica, trabajando 12 horas para alcanzar los objetivos de producción establecidos por la autoridad laboral. Su sueño de alcanzar este paraíso llamado Europa, al precio que fuese. Los interminables días durmiendo y cocinando despojos en un semisótano con atmósfera de curri y cebolla, rodeado por las tristes luces fluorescentes y las furtivas cucarachas, sin saber si era de día o de noche.

Ahora saluda al Sol cada mañana con bocanadas de libertad. Inspira en su largo caminar la salud física y mental de quien no necesita fantasías enlatadas para soñar. Lleva en su corazón el dolor de la pérdida, pero convencido de que todo es Vida y que todo pasará. Y mientras tanto recoge chatarra, ropa y calzado usado, incluso alimentos caducados que tiran los supermercados y que necesariamente comparte por no poderlos conservar.

Todas las personas le miran como a un bicho raro, y él les devuelve el pensamiento sin ningún resentimiento, salvo a algunos más violentos a los que procura evitar. Ni pastillas para el azúcar o el colesterol, ni grageas para dormir necesita cuando se acopla en su viejo y sucio colchón después de todo el día andar y andar.

Se hizo un silencio, nos miramos y yo me saque un billete de 20 euros y se lo di. Él lo cogió con alegría, y juntando las manos me lo agradeció. Yo hice lo mismo y seguí mi camino sintiéndome un poquito mejor.