“Pasamos gran
parte de nuestra vida buscando la felicidad sin ver que el mundo de nuestro alrededor
está lleno a rebosar de maravillas. ( ) Si logras estar aquí, en el presente,
si logras ser libre, serás feliz en ese mismo instante. No necesitas nada para
serlo” (“Silencio”, Thich Nhat Hanh.)
Hoy ha sido un
día en el que me he levantado al amanecer para disfrutar de la mañana como
hacen los trabajadores, pero consciente de los aromas de la acacias y las
melias en flor. Sin tiempo de reloj que me apretase el alma.
En el vagón subterráneo que me llevaba al
Retiro he comprobado, una vez más, como el 90% de mis congéneres iban con la
cabeza gacha sobre su Smartphone. Una pequeña manada de sapiens en completo
silencio alimentando al Big Data, en pleno ejercicio de su libre albedrío
individual (y yo dando la nota con un libro de papel).
En la salida
de la Estación del Arte (Atocha, anteriormente) observo a la empleada de Metro
que ha salido a tomarse un respiro en forma de cigarrillo y al vigilante de
seguridad que la acompaña en su soledad. Ambos observan el “estiércol” humano
que alguien ha dejado, a manera de abono en la escalera, casi en la puerta del
Ministerio de Agricultura. Me imagino que no ha sido una protesta simbólica
sino más bien algún sapiens que ha tenido la misma necesidad fisiológica que
cualquier paloma o perrito, pero que por ser humano no está bien visto que la
satisfaga como cualquier otro animal. Además esta no era de las que se podía meter
en una bolsita. Me imagino que habrán dado parte al correspondiente
departamento para que al final tenga que “comerse el marrón” el personal de
limpieza (siempre tan necesario, en una sociedad tan sucia como esta).
Hemos sido
capaces de domesticar el agua para que salga por nuestros grifos (de momento),
la energía eléctrica brota en nuestros hogares, incluso surcamos mares y cielos
con nuestras latas autopropulsadas. Pero no hemos sido capaces de dominar
nuestro ancestral inconsciente biológico que constantemente nos provoca chispas
entre el deber y el deseo. Somos animales y racionales (unos más que otros). Yo
mismo siento un qué sé yo animal cuando veo a mis congéneres del otro género
(¿tendré la sangre alterada?).
Es primavera y
la invisible belleza de la polinización desde los erectos estambres a los receptivos
pistilos nos pasa desapercibida. Los
atareados humanos que paseamos, apenas oímos el canto alegre de los verdecillos
y jilgueros encelados, aturdidos como vamos con nuestros ruidos (mentales o de
auriculares).
Después de una
“dura” jornada cargada de tareas domésticas (hacer la cama, poner la lavadora,
preparar una ensalada, ir otra vez a la compra, recoger la ropa tendida, . . )
y un paseo por el Retiro, me dispongo a meditar un rato.
La meditación
es un entrenamiento de la mente para poder ser conscientes de nuestra realidad,
bastante diferente a la que nuestro ego nos hace percibir. Dice la neurociencia
y la psicología que necesitamos apaciguar el cerebro del continuo torrente de
pensamientos y emociones que le inundan, y que cuando no tenemos media hora al
día para meditar es porque es probable que necesitemos dos horas (yo, de momento,
me pongo casi todos los días más de media hora).
Me busco un
lugar tranquilo y me preparo para un baño de quietud y silencio. Procuro
encontrar una postura corporal “digna” sin dislocarme las rodillas y sin que se
me “duerman” los testículos haciendo el loto (que luego parece que tengo
“hormiguitas” dando vueltas por la zona).
Ya aposentado,
dirijo mi atención al aire que entra y sale por mi nariz, llenando y vaciando
mis pulmones, al tiempo que estiro mi espalda y trato de desconectar del continuo
pensar de mi masa encefálica (gasto una talla 61 de sombrero). En ese momento
comienza el “telediario” corporal y mental. A través del internet neuronal me
llegan noticias de los lejanos pies cansados y doloridos de tanto aguantarme.
Rápidamente se suman a la queja mi
rodilla izquierda, la zona lumbar y
algunas vértebras cervicales. Intento aplacar la manifestación estirándome.
Después de una negociación, termino por aceptar sus justas reivindicaciones,
prometo escucharlas y cuidarlas más a menudo.
Parece que el
acuerdo apacigua las exaltadas emociones. Inspiro (4”), retengo el aire (8”), expiro (12”) y siento como la ausencia
de aliento me anuncia la muerte, hasta que vuelvo a inspirar (con más ganas). Recordando
que tengo que inhalar y exhalar suavemente para que no se altere mi emocional
amígdala, lo confunda con agitación corporal y pueda desencadenar una reacción
del sistema simpático (esto de respirar tiene su técnica, cuando no estamos en
automático).
Por unos
instantes parece que mi mente está callada. Pero no. Como una interminable serie
de neflix, empiezan a surgir capítulos de mi vida (pasada, presente y futura).
Que si me he gastado mucho en consumir cosas que a lo mejor no eran necesarias,
que si los bancos no tienen obligación de tener más que el 1% del capital
líquido, que si no me quieren como yo quiero que me quieran, que si los
políticos profesionales siguen vendiéndonos su producto, que si la biosfera se
va a tomar por culo y nosotros con ella, que si la vecina de al lado tiene más
atención a la tele que al perrito que quiere que le saquen a lo suyo, que si
estaban más sanos los cazadores recolectores del paleolítico que los fofisanos
del siglo XXI, que si . . . ..
¡¡Silencio, coño!!, grita mi neurocortex a la
agitadora amígdaliana y al reptiliano hipotálamo. Pero ni puñetero caso. No me
queda más remedio que aplicar a rajatabla la máxima del gran gurú Chu
Ching Rimponché: “chucho, chucho, que no te escucho”. Me pongo a hacer ruiditos
(mantras lo llaman los entendidos), para dirigir mi atención a la vibración
sonora que genero y no al chicharreo
perpetuo de mi ego.
Al principio funciona, luego se establece una
encarnizada batalla entre mis inconscientes “discursos” y mis conscientes
respiraciones. Es lo que tiene ser un paradójico sapiens. Lo bueno es que
cuando consigo poner la atención solo en la respiración se produce un espacio
lleno de silencio, y qué cuanto más practico más fácil me resulta encontrar
esos momentos en mi vida cotidiana (tres respiraciones conscientes y mi mundo
cambia).
La moderna
cultura del entretenimiento en la que vivo no facilita el saber que soy energía
vibrante en el Universo. Me creo que soy el personaje que he creado a lo largo
de mi vida. Que soy lo que tengo: cuerpo, experiencias, conocimientos,
propiedades, títulos, creencias, . . .Si
por un casual se me ocurriese ir por ahí diciendo que somos como una célula con
patas con nuestra membrana neuronal, rellena de líquidos y órganos, a la que la
vida le ha permitido evolucionar hasta crear un inteligencia artificial que
guie nuestra existencia, me mirarían raro y podrían dar parte a la inquisición del
siglo XXI, la Santa Normalidad.
Cuando de
tiempo dispongo, me impaciento si no
estoy entretenido con algo. Parece que tengo la necesidad de sumar los placeres
que constantemente me ofrece el estado del bienestar. Es como una persistente
envidia por tener lo que no tengo (como ese perrito bonito que siempre pone
“ojitos” para que le den algo).
Cuando esto
escribo, soy consciente de mi ignorancia, de mis prejuicios y de mi estupidez
ilustrada, que me impiden mantener la necesaria y serena ecuanimidad. Mi ánimo
siempre parece estar dispuesto a descarrilarse con unas palabras o actividades
incorrectas. Soy un fiel reflejo de la civilización en la que me he desarrollado.
Sujeto durante
una época al tiempo autoritario que me exigía logros sociales para ser valorado,
me cuesta revelarme contra la cómoda indisciplina en la que vivo, repleta de
bajas pasiones (por ser bastante animal, como ya he comentado). Luego, no tengo
compasión en soltarle la “chapa” a los demás en lugar de aplicarme el cuento
que predico.
Al observarme
en mi queja continua porque el mundo no es como yo quiero, me doy cuenta de lo
afortunado que soy al disponer de todo lo necesario para ser feliz y doy
gracias por ello. Pero el deseo interminable suele empujarme a seguir sumando,
dificultándome la dicha plena de no necesitar nada más.
La meditación,
y la actitud meditativa en la vida cotidiana, me ayudan a filtrar el rechazo a
lo diferente, que suele ser complementario, como la vida y la muerte (no
siempre mi verdad es la verdad). Persisto diariamente en la búsqueda de ese
oasis reflexivo que me permite seguir nomadeando por la árida historia del
bicho humano en este planeta que nos dio la vida y al que despreciamos desde
nuestra soberbia tecnológica y nuestro egocentrismo patológico.
Continúo
entrenándome en la práctica de ser consciente de los trajines de mi mente condicionada,
y trato de llevar mi atención donde necesito, para lograr un mayor grado de
bienestar desde la simple contemplación del momento presente sin la perenne
bruma de pensamientos, juicios o emociones. A veces, después de un buen rato,
consigo unos minutos de silencio mental (¡guau!).
Que nadie
piense que el camino está hecho por lograr un día acallar la sinapsis neuronal
y lograr un vislumbre de paz interior, sino que, poco a poco, hay que ir
desbrozando la vereda de cardos y hierbajos mediante el continuo tránsito cotidiano
de la práctica serena. Pero, como cuando subo una montaña, cada vez tengo más
perspectiva y una profunda satisfacción por los pequeños logros conseguidos. La
paciencia es la madre de la ciencia, decía mi madre.
Si no das el
primer paso es imposible que recorras el camino.