domingo, 10 de agosto de 2025

IN MEMORIAM

 

Un día más la vida me regala un paseíto con mi nieta por el Parque Lineal de las Palomeras, ese verde arrecife que sigue soportando el oleaje del mar de coches de la M40 y el del océano de cemento y asfalto de la gran ciudad.

Desde el silencio de sus raíces, los árboles nos van dando el cobijo sombrío durante el camino, pese a sobrevivir sobre la escombrera de las antiguas casitas bajas. El aroma de las flores de las acacias japonesas (sóforas japónicas), se une al griterío de las cotorras argentinas y a la humedad del agua reciclada que lanzan los aspersores, para crear un decorado con el que engañar a mi urbanita cerebro en su inconsciente necesidad de contacto con la naturaleza.

Soplan vientos saharianos que retienen a los sapiens en sus climatizados termiteros. Son los guaguaus, como dice mi nieta, los que tienen que arrancar a sus dueños del sofá y las pantallas, mientras  las hormigas negras corren aceleradas sobre las hirvientes baldosas de las aceras como si no quisieran quemarse sus patitas. Estamos en alerta roja por calor (espero que no cierren El Retiro).

 

Sobre las colinas me parece ver a un viejo amigo y a su perro “Pancho”, siempre dispuesto a jugar, pelearse o aprovechar el celo de cualquier perra. “¡¡Guauguau!!”, exclama alborozada mi pequeña acompañante, señalando con su dedito al alegre panchito. Subimos la loma. “Pancho” nos saluda y olisquea. Su dueño parece ausente perdido en sus soledades, tantas veces aliviadas en la barra de una tasca. En sus cuencas oscuras pude intuir claramente el fuego de su personaje, ese caballero errante sin Rocinante, siempre dispuesto a batallar contra los gigantes  por más consejos que le diesen los “Sancho Panza”. Quedamente me comunica que ya está buscando parcela para sus cenizas en la inmensa incertidumbre del futuro que le espera. El humo de la risa nos envuelve ante un horizonte pelado de ilusiones.

En ese momento sucedió algo increíble. Mi nieta de 18 meses se alzó sobre sus dos piernecillas, marcando dodotis, y dijo: “no se puede determinar, al mismo tiempo, con total precisión la posición y el momento de una partícula, pues las partículas cuánticas se comportan como ondas y viceversa. El mundo subatómico se comporta de distinta manera que el mundo macroscópico, como bien explica el principio de incertidumbre de Heisenberg. Por lo tanto no tiene sentido determinar el espació tiempo de tus cenizas”.

En se instante, en el que el sol se tornaba anaranjado bajo el gris manto civilizatorio, “Pancho” dijo ¡¡guau!!; y él su dueño desaparecieron como una pompa de jabón en el viento. Fue algo mágico. Mi nietecilla enseguida me miró a los ojos y balbuceó “aabuu”, para que la cogiese en mis brazos, en un sentido suspiro que la llevó a un profundo sueño.

Yo no supe qué decir, ni a quien comentarle esto; por menos han terminado muchas personas en la hoguera, así qué continué empujando el carrito “Keops” con la pequeña dormida, mientras un Nilo de sudor inundaba mis embutidas lorzas por no poder parar, temeroso de que al despertarse pudiese soltarme otra chapa de física cuántica.

Hay que ver lo que sabe esta juventud.

 

miércoles, 7 de mayo de 2025

APOCALIPSIS EN EL MERCADILLO

 

Venía yo paseando con el carrito a mi nieta por el parque Lineal de Palomeras, escuchando la algarabía cantora de los pajarillos en primavera y respirando la fresca brisa húmeda que están dejando las últimas lluvias, cuando atravesé la avenida de Miguel Hernández (el de las nanas de la cebolla) para sumergirnos en esa otra algarabía humana que es el mercadillo de frutas, verduras, textiles y baratijas varias (incluidas las cebollas).

¡¡Pepinos a euro!! ¡¡ Tomates de Villa del Prado!!  ¡Alcachofas de Tudela! ¡Vamos que nos vamos!. Mi pequeña Leyre, acostumbrada a la tranquila convivencia familiar dentro de un piso, alucina cada vez que la someto a este baño de masas enardecidas por la ley de la oferta y la demanda. ¡Pero que bombón de niña! ¡Que rubita más bonita!, le espetan las mujeres payas y gitanas al verla pasar, y ella tímidamente se esconde para luego asomar la cabeza y curiosear.

Sorprendida se queda al contemplar a otros bebés de color chocolate y ojos azabache, o con los ojos rasgados cual si estuviesen entreabiertos. Niños africanos, chinos, árabes y sobre todo iberoamericanos, son paseados por este mosaico de naranjas, berenjenas, aceitunas y melones. La mayoría de los vendedores son de raza gitana y los empleados latinoamericanos. La clientela es ucraniana, árabe, sudamericana, china, rumana y vallecana (de todo un poco). En este barrio, como en la mayoría, se ha perdido la hidalguía y vivimos un tsunami mestizo, pese al esfuerzo que hicieron los reyes católicos hace más de cinco siglos por mantener la pureza étnica y religiosa. Pero los humanos somos como las plantas cimarronas que crecen donde pueden y por más que sieguen todos los años las malvas, ortigas, álamos y chopos de los solares, vuelven a crecer al año siguiente.

Llevaba el carrito cargado con aceitunas de Campo Real y manzanilla sabor a anchoa, kiwis gallegos, fresón de Huelva, naranjas de Valencia, nísperos de Alicante, manzanas reineta del Canadá y otros frutos de la naturaleza, además de “Una historia de España”, cuando un susurro sombrío se fue extendiendo entre los kioscos, como si Lord Voldemort hubiese reaparecido. ¡No hay luz! ¡Se ha ido en toda España! ¡En España, Francia, Portugal, Alemania y Palencia!, decía una vendedora de patatas, puerros y pimientos, que se lo había dicho su hija. ¡Ha sido el Trump ese, quesmuumala persona! Decía una gitana rubia mientras despachaba un par de manojos de acelgas tristes por un euro. Efectivamente, según una rápida encuesta demoscópica, el Trump estaba en primer lugar de las sospechas. No faltaba alguno que acusaba al Putin y un grupito de machotes salerosos que apuntaban al Espíritu Santo y al difunto papa Francisco mientras empinaban unas Mahou cinco estrellas. Sus vecinos colindantes, mucho más serios, recurrían a los evangelios para asegurar que era el apocalipsis. Y es que en mi barrio hay mucha cultura metafísica y mucha feligresía necesitada de pastor y culto.

Alguna clienta veía el milagro en el normal funcionamiento de las básculas electrónicas, en tanto que los esmarfones languidecían al perder el alma que les brinda la cobertura cibernética. “No señora, no es un milagro, es la batería que tenemos que tener porque el ayuntamiento no nos da electricidad”. Los policías municipales tuvieron que salir del coche para poner orden, más allá de perseguir a los vendedores ilegales que siempre aprovechan estas concentraciones humanas para buscarse la vida. Pero sin el wasapp ni el twiter es más difícil lo del orden y algún exaltado llamaba a la defensa de la nación por un ciberataque enemigo. Probablemente utilizando nuestra más antigua y genuina arma de destrucción masiva: las ordas de oryctolagus cuniculus, que ya impresionaron a las legiones romanas que bautizaron estas tierras como Hispania o tierra de conejos. Cuidado con estos simpáticos lagomorfos capaces de invadir más territorios que los que tenía el imperio español de Felipe II y de socavar los cimientos de la M40.

Eran las 12,30 del lunes 28 de abril del año 2025 de la era cristiana, y el miedo recorría la médula de los sapiens ibéricos. La oposición tenía claro que la culpa era del gobierno. El gobierno se apresuraba a crear una comisión de investigación. Los expertos tertulianos buscaban, como las semillas de los olmos, un medio de comunicación en el que poder plantar su opinión. Solo las radios a pilas ofrecían unas migajas informativas con las que poder aliviar el desasosiego, aunque de poco les servía a los atrapados en los ascensores y trenes, a los enfermos dependientes de la maquinaria o a quienes no tenían dinero físico para poder pagar. A mí me tocó subir los cuatro pisos con la compra y el carrito, y gracias a mi continuado trabajo con las emociones disfruté de la sudada y de la desconexión esmarfónica; incluso pude apreciar el dulzón aroma de las acacias de flor blanca (ese “pan y quesillo” que me comía de pequeño).

 Mi nietecita, ignorante ella de la geopolítica y la teosofía, disfrutaba de la naranja, el fresón y la aceituna sin hueso que la habían obsequiado los vendedores ambulantes, en una hábil táctica para captar los euros de su abuelo. Pero todo pasa.

Las brigadas de limpieza hicieron su labor cuando el mercadillo se desmontó. Muchas personas tuvieron que andar decenas de kilómetros para llegar a sus hogares, otras muchas agotaron sus baterías telefónicas y cuando por fin volvió la electricidad la gente se echó a la calle celebrando la vuelta a la normalidad. Había pasado el apocalipsis, el mercadillo volverá a funcionar, y algunos tendremos algo que contar durante un tiempo, mientras seguimos tratando de conectar nuestro espíritu con el universo (o con Neflix).