Hay quien dice
que todo tiempo pasado fue mejor, probablemente porque en el pasado éramos más
jóvenes y más ilusos. Así me pasa cuando por las mañanas me veo en el espejo,
arrugado como una pasa, y tengo que aceptarme mis sombras, como recomendaba
Carl Gustav Jung, para seguir transformándome y no quedarme sometido a la
negación de lo que soy. Y la primera transformación es exorcizar al zombi que
llevo dentro mediante una pócima cafeínica que me ayude en la lucha continua
por sumar un día más a mi jubilatoria existencia. Son las angustias vitales del
primer mundo.
El neandertal
que hay en mí quiere salir de la cueva, aunque no sea más que al Parque Lineal,
el sapiens sapiens prefiere un centro comercial, inventarse una tarea doméstica
o quedarse frente a una pantalla. Por muy evolucionado que me crea, sigo siendo
un animal que necesita caminar como lo han hecho todos mis antepasados, aunque
el sistema social en el que vivo me proporcione cualquier cosa con un simple
clic, sin tener que moverme de mi cobijo. El ejercicio físico aeróbico favorece
la creación de conexiones neuronales y la generación de nuevas neuronas a
partir de células madre, aparte de quemar lorzas y desatascar las cañerías
arteriales. Pero soy tan listo, que con leerlo tiendo a conformarme.
También es
verdad que necesito comunicarme con mis congéneres y últimamente está muy
complicado eso de escuchar y ser escuchado. Las miradas, los gestos, las
expresiones corporales han sido sustituidas por emoticonos. Los abrazos son un
extraño lujo y las conversaciones tienden a la superficialidad cual anuncio de
detergente o eslogan político. ¿Qué tal estas?. Bien, hoy he ido de compras, la
semana que viene me voy unos días a la playa. ¿Y tú? Bien. He venido de viaje y
voy a ver si hago la compra. A veces, se profundiza y se llega a comentar lo
mal que está todo, incluso los desatinos de algún ausente y hasta del tiempo
que va a hacer; salvo en los bares, donde la historia de la antigua Grecia se
mezcla con los coloreados peinados de los futbolistas, al tiempo que se presume
de gafas “Emporio Armani” de 800 euros y se critica la inconsciencia de quienes
votan aquello que parece bárbaro mientras se exige a la camarera sudamericana
que se apresure con los botellines y otro aperitivo, todo en una apasionada
atmósfera de fraternidad etílica (como lo hecho de menos).
Pasado ya el invierno,
la joven primavera limpió el aire, dejando la tierra regada y a las lombrices
contentas. Acaba de nacer el verano. Ya lucieron las flores amarillas de las mostacillas,
cerrajas, caléndulas y dientes de león. Ya florecieron las moradas lilas,
paulonias, cardos, verónicas y las floridas melias con su dulce aroma, las
rosas con sus espinas y las amapolas con sus efímeros pétalos. Ya están los
pulgones vampirizando la savia de los tiernos tallos y las acacias de
Constantinopla lucen sus desmelenadas flores rosadas. Es la exaltación colorida
de los pocos trozos de tierra que van quedando en las postmodernas ciudades que
habitamos, entre los que se encuentran los parques urbanos por los que deambulo,
cuando no estoy por las playas o montañas de España, perdiéndome para
encontrarme. Los occidentales somos así, buscamos fuera para estar alejados de
lo que llevamos dentro.
Parece que las
abejas están en huelga y que ha habido reducción de plantilla entre la mayoría
de insectos que, no hace mucho, eran multitud de destripados en los parabrisas
de nuestras latas corredoras. De poco les ha servido a los enjambres que
hayamos exterminado a buena parte de sus depredadores, incluidos los glotones
osos que se zampaban las colmenas y los abejarucos que preferían a las
himenópteras crudas y regordetas (por ser seguidores de la “moderna” dieta
paleolítica). Nosotros, los humanos, parece que ignoramos que desde que nacemos
comenzamos a morir, y vivimos soportando nuestras circunstancias por no saber
escuchar lo que el continuo milagro de la Naturaleza nos susurra: somos vida.
Estamos atrapados en nuestras convicciones y condicionamientos sociales, cual
oruga que no quiere ser mariposa. Somos unos bichos raros.
Vuelve el “buen
tiempo” espantando las lluvias para que podamos disfrutar de nuestro merecido período
de holganza. Ya pasaron las procesiones, incluidas las de las orugas del pino, pero
vuelven a repetirse en las autovías de entrada a las metrópolis. Ya estamos
pensando en la próxima escapada. Algunos, hemos convertido nuestra existencia
en la búsqueda del sacrosanto cachopo después de esquiar por las arenas del
desierto del Gobi y sudar en una sauna finlandesa y así ser bendecidos por nuestros
amigos instagram y recibir la gracia de los “likes”.
Pero el “buen
tiempo” no es igual para todos, todas y todes. En Ghana y Costa de Marfil las
tormentas arrasaron las plantaciones de cacao (60% de la producción mundial) y
en muchos lugares de España la escasez de agua está provocando restricciones.
Como esto siga así, la naturaleza terminará amargándonos los desayunos, sin
miel y sin chocolate para los churros. Un desastre.
Quienes sí
parecen gozar de una salud de hierro son los gobiernos de los “pueblos elegidos”,
en su incansable tarea de recuperar los “reinos perdidos” y expandir la
justicia del más fuerte, eliminando a miles de infieles en sus sacrosantas
guerras en nombre de su dios, su libertad, su patria o su tribu. Tengo que
aumentarme la dosis de la pastilla del optimismo esperanzado para poder abstraerme de esta realidad que me
deprime. Lo primero es mi salud, mi felicidad, que para eso vivo en el “estado
del bienestar”.
Trato de seguir
el sabio consejo de una amiga que me sugiere escribir con más humor y alegría,
que bastante sufrimiento hay en el mundo (y en cada uno de nosotros), como para
que venga yo a regocijarme con las sombras y tristezas del alma humana. Tiene
toda la razón. Me pongo un lápiz entre los dientes y así envío un mensaje a mi
cerebro de que estoy contento y sin problemas, liberando endorfinas (y otras
hormonas finas) que impiden el machaque de mis telómeros por angustias y
estreses. Funciona. La alegría es vida, y al populacho parece que solo nos
queda la chanza como arma de autodefensa antiinflamatoria.
Aunque nos
amenacen con toneladas de armas nucleares (y de las otras), aunque los
apocalípticos (religiosos o ateos) nos anuncien el desastre final, aunque la
humanidad esté dirigida por peligrosos enfermos mentales, tengo que estar happy
por obligación (y por imitación), de lo contrario parecería que el enfermo soy
yo, y no este conglomerado industrial que tan generosamente me proporciona el
infinito entretenimiento para mi continuo disfrute (dentro de un rato empieza
mi serie favorita).
Ayer pude
asistir al impresionante entusiasmo de buena parte del proletariado ante el
triunfo del mejor equipo de fútbol. Me sorprendió mientras paseaba por el
barrio, el enorme rugido que brotaba de los abarrotados bares. Por un instante lo
confundí con una pelea de perros de presa. Más de 80.000 personas se
aglomeraban en las gradas del campo de batalla dando rienda suelta a sus
emociones y varios millones de telespectadores se generaban su dosis de
dopamina (tan necesaria para disfrutar de la vida), contemplando a los
gladiadores del balón, traídos de todos los rincones del mundo, en la heroica
tarea de defender sus colores. Insigne labor a la que también se han
incorporado las mujeres (todo un avance social, dicen).
Reconozco que tengo un problema en el giro
frontal inferior derecho de mi corteza cerebral, que no se inhibe lo suficiente
en la apreciación de una realidad que no es tan buena como yo quisiera. Tendré
que reajustarme mis dosis de felicidad química, o rezar para que se vayan al
cielo, lo antes posible, aquellos que provocan mi desánimo (como hacen algunos
curas católicos con el “disidente” Papa Francisco).
El caso es que
mientras mi mano se desliza sobre este folio en blanco (antes de convertirlo en
un archivo electrónico que lanzaré al ciberespacio), mi cerebro parece
desinflamarse, aunque sigo siendo un cabezudo. Es como si el bolígrafo fuese
una sanguijuela que me sangra de tanta estimulación exógena que, cual ventisca
alpina, hace que busque refugio en un Somontano reserva de 2017 y un turrón de
yema con naranja (47% de azúcar, sorbato potásico E202, metasulfito sódico,
glucosa, ácidos ascórbico y cítrico, 16% de trocitos de naranja y 6% de yema de
huevo), que había sobrevivido a la Navidad. Hoy no he conseguido quemar las
calorías engullidas (he vuelto a pecar) y eso debilita mi amor propio,
dejándome expuesto a las valoraciones ajenas (¡joder tío, estás más gordo!).
Menos mal que
con esto de la neurociencia estoy aprendiendo a activar mi giro frontal
inferior izquierdo, para apreciar lo bueno que la vida me ha dado. Es ese
optimismo tan necesario para no ahogarme en esta eternamente alegre sociedad
que parece estar emborrachada de un antropocentrismo infantiloide que lo
apuesta todo a la diosa tecnología, olvidándonos de percibir la vida que nos
hace vibrar como seres conscientes. Parece que nos cuesta muchísimo contemplar
el tiempo más allá de nuestra efímera existencia. Ni los miles de siglos de
evolución o el inconmensurable universo parecen movernos a la reflexión. Nos
motiva más los reenvíos de vídeos de personajillos (humanos, gatunos o
perrunos) y consejillos que no practicamos, porque de alguna manera hacen que
nuestro ego sea inmortal durante el tiempo que nos hacemos presentes en las
pantallitas de otros.
Doy gracias, a
diario, por tener salud, agua, cobijo, alimento, electricidad y personas que me
han ayudado a continuar el camino durante esta y otras etapas de mi vida. Ojalá
que todos los humanos pudiesen disfrutar de estos inapreciables tesoros. Por
buenos deseos que no quede. Pero soy consciente que la mayoría no puede o, peor
aún, no los valora.
Gracias a mis
antepasados (desde las algas microscópicas hasta mis padres), soy lo que soy y
tengo lo que tengo. Bueno es valorarlo, aunque sea escuchando el solitario tic
tac del reloj fabricado en la República Popular China, que acompaña al silencio
del viento que se cuela entre el incansable ruido que envuelve la ciudad
encendida al brotar la noche tras los atardeceres rosas.
Mientras, me
enfrento a las pantallas que distraen al homo sapiens del siglo XXI, para que
la red por defecto (el continuo pensar de nuestro cerebro) no me atormente con
mis contradicciones. Es la angustia vital de este llamado primer mundo en el
que me ha tocado vivir (y por lo que gracias doy).
¡¡Joder que alegre
me está quedando la entradita esta!! Y eso que había hecho propósito de
enmienda. Con razón algún amigo dice que soy un quejica. Contento tenía que
estar porque 84 millones de turistas han venido a visitar nuestra querida
España, porque Doñana se vaya a convertir en un criadero de langostinos, porque
seamos los terceros productores de carne de cerdo (después de China y EEUU),
según la PORCAT (Associació Catalana de Productors de Porcí), porque el trabajo
de los jornaleros del campo lo hagan los tractores, porque la Inteligencia
Artificial (IA, no confundir con AI, Amnistía Internacional) venga a liberarnos
de la infinita estupidez humana (que dijo Albert Einstein), porque Odín,
Jehová, Alá, Izamna, Brahman y el dios verdadero nos sigan animando a reproducirnos
y dominar la Tierra soñando con un futuro repleto de viajes, playas, centros
históricos, segundas viviendas y todo tipo de experiencias agradables.
En fin, gracias
doy porque después de muchas luchas y revoluciones, los proletarios hemos
conseguido establecer la dictadura de la prosperidad total, que nos impulsa sin
cesar hacia la ansiada utopía de ser felices sin mirar más allá de nuestras
narices.
Mientras tanto,
mis vecinos gitanos del bajo mezclan los humos de la barbacoa con los de la
hierbabuena, mientras los churumbeles corretean por una calle desierta de niñas
y niños; totalmente ajenos a mis elucubraciones sociológicas y a la hartura de
sus formales vecinos polacos. Es lo que tiene la convivencia multiétnica,
cuando hace buen tiempo.