viernes, 24 de septiembre de 2021

Consciencia de metrosaurio.

 

Sentado frente a mi ordenador portátil, resonando aún en mi cráneo las últimas imágenes televiseras, no tengo presente que la nave Tierra sigue dando vueltas alrededor de una estrella, y que no somos nosotros quienes hacemos que se mueva (aunque todavía haya alguno que no se ha dado cuenta), tan solo somos los que la decoramos con lucecitas (salvo las de los volcanes y las tormentas). Parece que hemos perdido la consciencia de que somos animales (muy evolucionados, pero animales), que somos tierra, agua, aire y fuego (sin el Sol no seríamos).

Yo mismo, cuando soy invadido por el mecánico tiempo y me siento empujado a navegar en una lata con ruedas para cumplir con mi jornada laboral o cuando recorro los caminos de asfalto para alcanzar un trocito de naturaleza perdonada, pierdo la poca consciencia animal que pudiera tener, para volverme engranaje (ya oxidado) y contribuyo a que la maquinaria de la normalidad siga funcionando (si no funcionase yo no podría estar escribiendo esto). Cumplir con las obligaciones y buscar placeres, suele ocupar la inmensa mayoría de mi tiempo vital y me olvido de la necesidad de contacto físico y mental con los demás y conmigo mismo (estoy sin estar en mí, que diría el poeta).

Al rozarme (metafóricamente hablando) con mis compañeros de trabajo en la madrugada, en esa invisible frontera de minutos donde nos encontramos los que entramos y los que salen de la madriguera, es cómo si mi animalidad resurgiera de alguna manera. Entro en la electrificada cueva y vamos saludándonos como los niños uniformados de un colegio, cómo las hormiguitas obreras que se cruzan en el camino de sus tareas.

A falta de antenitas para transmitir, nosotros utilizamos palabras, muchas palabras. La “magefesa” de nuestra mente necesita soltar presión de tantas emociones y pensamientos en ebullición, aunque al receptor de los vapores comunicativos le importen un pito nuestras “storys” y prefiriese que el emisor tuviese más diálogo interno y menos externo. Pero es que todas las hormiguitas, niños y sapiens aunque no somos iguales, necesitamos comunicar (incluso los árboles lo hacen). La diferencia nos puede enriquecer.

Hay quien es como mi vecino gitano del bajo, amante de la calle y de la “alegría paa toos”, y su señora, una gran comunicadora de incidencias ajenas. El otro día, transmitía al vecindario,  que el maestro de su nietecito, que acaba de incorporarse al redil educativo de los payos, había llamado a los semiausentes padres del niño “alegre y comunicativo”,  que con 5 años luce chupete y Smartphone (me imagino a la maestra o maestro cuando se encuentra con la titánica labor educativa, olvidada por la familia). Personas ruidosas que se hacen notar, podemos ser cualquiera en cualquier momento, en cualquier lugar.

Pero también existen personas silenciosas, como mi vecina de enfrente, enviudada por el COVID, que no sabemos si vive o no, embriagada por la soledad, la tristeza y un amplio menú de medicamentos que le han ido poniendo los distintos especialistas que reverencialmente visita. Su “cante jondo” son los recuerdos que se le diluyen en un inexistente presente salpicado de miedos futuros. Ninguno estamos exentos de quedarnos aislados, en medio de la multitud o del silencio empapado de ruido (menos mal que tenemos la electrorrealidad).

Por suerte en mi trabajo solo está el ruido alegre de la musical radio y las tristezas compartidas porque todos los días no sean fiesta, como si en eso consistiera la felicidad (y mira tú que ya lo sabemos de otros años, que lo de “Felices Fiestas” es solo una frase hecha).

Parece como si lo nuestro fuera quejarnos mientras hacemos camino en busca de una meta, sin percibir que el camino es la libertad de saber apreciar lo cotidiano para poder disfrutar de la vida.

Siempre empeñados en adquirir fuera lo que llevamos dentro (que en el fondo somos polvo de estrellas).

La vida se vive en el aquí y ahora, no se vive pensándola en vivir, y mucho menos se puede comprar, aunque a veces tardamos demasiado en comprenderlo (si es que llegamos a ello). Yo voy aprendiendo, pero muy despacio.

En esta excepcional etapa de mi vida hago uso de mi flexibilidad presencial y me dejo extraviar (después de fichar)  por las naturales sensaciones de la noche con luna, cuando empieza el despertar de los estorninos y el espectáculo de luces al alba, y dejo que mi pituitaria perciba el olor de la tierra y mis oídos escuchen el rumor de las hojas de los álamos masajeadas por la brisa. Incluso llego a escuchar el silencio de la ciudad a punto de despertar (si es que alguna vez duerme).

Es difícil de entender que uno pueda gozar del crepitar de las acículas caídas de los pinos al ser aplastadas por mis pies prisioneros (por su seguridad) en mi lento caminar hacia el baño de luminarias fluorescentes que durante tantos años mis cansados ojos han tenido que soportar y ahora procuran evitar. La perspectiva de tener tensión ocular y saber que el estrés la puede provocar, hace que haya cambiado mi comportamiento. La luz que nos nutre (vitamina D) no es la de los led o la de los parpadeantes tubos fluorescentes.

Lo suyo, la normalidad, sería bajar por donde indican las flechas (que para eso están), que hay pandemia y hay que tomar medidas de prevención, pero hace tiempo que me di cuenta de que no todas las indicaciones que se nos dan son lo mejor para uno mismo (hasta las hormigas se salen del camino). Hay quien lo llama libertad individual (y puede ganar elecciones apelando a lo emocional). En mi caso siento unos minutos de serenidad y silencio para escucharme, y no perjudico a nadie con ello (creo).

Pero todo desvarío tiene su precio, y en mi caso es el contraluz de los focos halógenos de la entrada, en cuyas sombras suele esconderse un ser mitológico al que llaman “Yimi”, que en más de una ocasión me ha sobresaltado con su torva mirada y su agazapada presencia. Hay quien cree que nació y vive en la cueva, pero yo sé que no es verdad, simplemente es el refugio de su soledad.

Cuando esto escribo llueve en la urbanizada ciudad de Madrid y las palomas reaccionan sin pensárselo, peleando por el descansadero más protegido del patio de luces (ese hueco siempre sombrío en el que tendemos la ropa y echamos los humos). Los sapiens, ante la incidencia, hubiésemos hecho una reunión para evaluar la situación, con una comisión encargada de hacer una propuesta al administrador y que este aportase una solución (o no). Por eso somos sapiens y los palomos no (además de las plumas).

Vuelvo a mi victimismo proletario para reclamar más tiempo tertuliano en la máquina del café, aunque no consiga que nadie entienda que soy como soy, ni siquiera yo mismo (quien no llora no mama, aunque sea leche en polvo).

Trato de silenciar el continuo “discurso autorreferenciado” (mis películas), para escuchar a quien me habla, pero en algunas ocasiones abandono el esfuerzo ante quien no es capaz de escucharSE (¡si no te escuchas a ti mismo, por qué lo voy a hacer yo!). Por ejemplo cuando me cuentan, con todo lujo de detalles culinarios y emocionales, el agravio que le supuso que su cuñada rechazase degustar las riquísimas albóndigas que preparó SOLO con ternera, porque a ella le gustan más de cerdo y vaca, y si se me ocurre hacerle un comentario al respecto soy rápidamente reconducido con un: “no, no, escucha, escucha”. En ese momento pongo en marcha el cronómetro de la cortesía: 3 minutos y corto la audición (salvo que sea un jefe).

Es verdad que antes competía por relatar mi historia sin importarme las consecuencias, pero de todo se cansa uno. Ahora prefiero observar el flujo de mis emociones y pensamientos por mis circuitos neuronales para darme cuenta de cómo soy (y luego martirizar al personal con estas “entraditas”).

Lo bueno es que de vez en cuando, como duendecillo o hada del bosque, aparece una mirada amiga, alguien con quien sintonizar nuestras “antenitas” neurofrontales animales (hay quien las llama personas vitamina). Puede que ser “hormiguita” obrera, soldado o reina, el caso es que por unos breves instantes (que hay mucho que hacer y no podemos perder el tiempo en estas cosas de las “antenitas”) unos invisibles impulsos eléctricos parecen sincronizar nuestros cerebros, nuestros corazones y hasta nuestros intestinos (que la microbiota es muy sensible a las emociones). Pero rápidamente huimos de nuestra animalidad psicobiológica para adherirnos a la normalidad funcional y ocupar “nuestro puesto”, no sea que nuestra actitud sea constitutiva de falta laboral imputable o se pueda mellar nuestro perfil profesional.

Por ser ya un metrosaurio obsoleto parece que tengo un salvoconducto que me permite abandonar el recinto amurallado y perderme en un bosque de tilos, ailantos, pinos, álamos, pinsapos, cipreses, robles, palmeras, prunos y manzanos enanos, donde las moscas juegan a refugiarse en mi piel mientras medito, y el papamoscas las mira con ojos golosones desde las ramas del seto, rodeado de silencio. Allí se me para el tiempo al serenar la mente entre el cielo y la tierra (un poquito por lo menos). Lo normal es ir en busca de la dopamina que proporciona la degustación placentera de un buen bocata y no irse a hacer ruiditos (Om, ham,. . ) mientras observas como entra y sale el aire por la nariz. Como me decía una amiga: “eres un mejillón raro, raro, raro” L. O cómo me comentaba un amigo: “desde que te ha dado por eso de la meditación no hay quien te entienda”. Es lo que tienen las metamorfosis metrosauricas.

El caso es que la inquieta Tierra sigue girando como una peonza, haciendo que pasen los días y las noches, repitiendo otoños y lunas llenas sobre los mares, los bosques y la logística tecnológica que hemos creado para satisfacer nuestras modernas necesidades de estar continuamente satisfechos. Mis plazos también van concluyendo entre despertares y atocinamientos, entre fumarolas emocionales y remansos de aburrimientos, entre minutos y eternidades.

Ya pasó otra semana y enseguida comenzamos otra carrera hacia la meta del finde, mirando más la luz de  las pantallas que la de las alboradas. En fin . . .Atletic de Bilbao 1 – Rayo Vallecano 2.

Salud y buen ánimo.

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