jueves, 31 de diciembre de 2020

FELICES FIESTAS Y ALGO MÁS.

 


El viento del norte ha vuelto a despejar, las ya despejadas calles. Incluso los malandrines se han puesto a buen resguardo. La luna llena se deja ver entre las nubes y las frías siluetas de los bloques de pisos iluminados. Una estrella brilla en nuestros cielos, es un avión cargado de vacunas. Estas fiestas son diferentes a la de otros años, salvo algún radical empeñado en martirizar a perros y pájaros con estruendosos petardos.

“Beben y beben los peces en el río, beben y beben por ver a Dios nacido”, se escucha tras el tabique del salón en lo que parece ser una reunión familiar navideña en los límites de lo permitido y no aconsejado por los barítonos de la política. Ladran los solitarios perrillos del piso de abajo y suena la máquina de andar en casa, por encima de mi cabeza. Quien me iba a decir a mí que estaría un “puente” festivo, haciéndome una puesta a punto de mi sufrida espalda de homínido cabezón, en penumbra y haciendo ruiditos “mágicos” (OM). Poco tarda en filtrarse por el cemento el siempre amistoso sonido de un televisor.

Horas y horas de información sobre la Navidad (como si fuese noticia). Lucecitas, arbolitos y figuritas (plásticos made in República Popular China) que convertimos en mágicas, cual si fuéramos parvulitos. Discursos matemáticos sobre el número de comensales en las rituales comilonas (aunque no se tenga hambre), mientras los muertos convertidos en números amenizan nuestras sobremesas. La Navidad se ha hecho “viral” (en el ciberespacio eléctrico) y el virus se ha hecho carne y ha renacido entre nosotros (ha mutado). Siento la angustia entre tener que celebrar y el luto emocional por tantas y tantas personas de mi especie que están sufriendo. Sé que esto no es muy festivo, pero creo que este año hay poco que celebrar, más allá de seguir vivos (que no es poco).


 Cuando era un chiquitín escuché a los Reyes Magos andando por el tejado, incluso me llegué a pegar con mi primo por decir que los Reyes Magos eran los padres (siempre he sido un poco lento). Hoy todos sabemos que algunos reyes se van a Oriente con el oro y que los que nos traen los regalos son pajes sudamericanos sin un contrato decente, a los que no ofrecemos dulces ni aguinaldos, sino portazos (no sea que nos infecten).

Desconecto un rato de las muchas cosas que me rodean en mi confortable hogar de homo sapiens del siglo XXI, para sentir el “salvaje” contacto de la vida no humana. El otoño acaba de morir para que el joven invierno pueda hacer de las suyas. Tengo que moverme para no enfriarme bajo un cielo que ha vuelto gris al sol (lo cual me viene bien para quemar un poco de lorza física y mental). Algunos científicos han “descubierto” que andar por la Naturaleza y estar callados un rato, es muy bueno para nuestro cerebro (solo hace falta que lo descubramos cada uno de nosotros).


Aparentemente, mi paseo, es la misma rutina de todos los días, pero sin embargo trato de vivirlo como el niño que todo le parece nuevo, espantando el viejo pensamiento de desear siempre estar en otro tiempo, en otro lugar o en otra dimensión. Me dejo atrapar por un impresionante concierto a capela de un estornino haciendo varias voces e imitaciones, desde el alto escenario de las ramas embarazadas de un negundo; con su traje negro ligeramente iridiscente y su barba de plumas hinchadas por los gorgogeos guturales. Tal vez porque sea gratis no solemos darle mucho valor al espectáculo de la Naturaleza y prefiramos ir a un masificado concierto, de compras o tomarnos algo en un local cerrado y pagar unos euros (sigo creyendo que las cosas más lindas de la vida no tienen precio, “son de gratis” que diría San Gildo).  


Estamos tan enganchados a nuestra cultura y sus mitos, que hasta llegamos a considerar que es algo natural. El calendario nos imponía que cantásemos y bailásemos para celebrar el solsticio de invierno o el mito de la Navidad, pero la Naturaleza nos ha puesto un duro correctivo a nuestra especie por mal comportamiento. Tan duro que nos ha metido el miedo en el tuétano hasta el punto de poner en duda la continuidad de otro gran mito, el del estado del bienestar (en esta vieja Europa). En España están muriendo más de 200 personas al día desde hace muchos meses por culpa de un virus (que como buen virus seguirá mutando) y muchos más congéneres han pasado la enfermedad. Al principio las cifras nos sobrecogieron y sufrimos un confinamiento físico y mental, luego parece que ya nos hemos vacunado psicológicamente y vemos a las víctimas como números y curvas que llenan los programas televisivos con sus expertos (salvo que se haya muerto un familiar, un amigo, un compañero o el vecino de enfrente). El pensamiento numérico ahoga al emocional (además, la mayoría de las víctimas siguen siendo ancianos “no productivos”). Lo importante, para algunos, parece ser el número de comensales y hasta cuando no vamos a poder ir a donde nos dé la gana (menos mal que tenemos el ciberespacio para navegar y comprar). Sentimos que nos roban nuestra libertad.

Todo muy natural. La vida sigue y seguirá más allá de nuestras diminutas historias humanas (cargadas de miedo al futuro, añoranza por el pasado y distracción en el presente).


Según las antiguas leyendas animistas de los indios cheroquis americanos, los espíritus de los que no están flotan en el aire, se hacen agua y hasta habitan en la tierra y en los seres que esta alimenta. Yo, por compensar un poco, me desvío del pensamiento matemático, para explorar el pensamiento más holístico (hay quien prefiere rezar a su Dios o al santo patrón de su pueblo, o meterse una sobredosis de series televiseras). Percibo los susurros de los árboles en las colinas, de este Parque Lineal, que me separan de la autovía (y sus susurros mecánicos), haciéndome pensar en el espíritu de los escombros que alimentan sus raices y en los sentimientos de un barrio que supo ser sabio colaborando entre vecinos. Cosas raras que se van perdiendo con la exacerbación  del mito individualista y competitivo (la humanidad ha llegado hasta aquí por su capacidad para colaborar, aunque tendamos a olvidarlo). El espíritu navideño creo que va de fraternidad y buen rollito (aunque a veces, también, se nos olvida).


Dentro de poco se contará como una leyenda urbana, aquellas navidades de barrio en las que se hacían dulces caseros que se compartían con las vecinas que nos visitaban (físicamente, no en nuestro  ”muro” o chat). El hambre acumulada durante el año (había muchos menos alimentos), se borraba por unos días. Los niños íbamos pidiendo el aguinaldo a vecinos y familiares. Y todos participábamos en el montaje de aquella maravillosa maqueta que era el portal de Belén (donde una familia sin techo vivió el mayor milagro que la Historia haya relatado). Ahora comprendo la ilusión navideña de “mis magos”, que habían vivido una cruenta guerra civil y que todavía eran capaces de reír y festejar para tener que volver a la cuesta de enero, con su rutina laboral en medio de una dictadura militar. Aquella magia sí me la creía (era un parvulito).

Hoy no sabemos que regalarnos por tener ya de todo, pero seguimos esforzándonos en el consumismo romántico de satisfacer deseos (casi infinitos) y la atávica tradición de agruparnos para darnos calor físico y emocional, aun poniendo en riesgo nuestras vidas y las de los demás (por estar viviendo una pandemia). Es la fuerza de los mitos que hemos ido creando a lo largo de la Historia para poder estar cohesionados en el mantenimiento de este orden imaginado, que no natural. ¡Y ojito con no participar de los mitos! 


Yo también he sido presa del salvaje instinto antropomórfico de festejar (soy un pecador) y he quedado con viejos amigos (allegados, les llaman ahora) que han cabalgado decenas de kilómetros sobre los lomos de un “caballo de hierro” para traerme un presente y disfrutar de una agradable charla mientras nos zampábamos un solomillo o un cochinillo asado. Lo malo fue ver luego a una muchacha que paseaba con su perro y su cerdo vietnamita por el Campo de la Paloma. “Es inteligentísimo y muy bueno, si lo llego a saber tengo cerdos en lugar de perros”. Se me arrugó el alma (un poquito). Lo que para algunos son felices fiestas para otros es un holocausto (pavos, corderos lechales, tiernos cochinillos, . . ). 


En fin, felices fiestas. Ya termina este año bisiesto (y no soy supersticioso, pero joder que año).

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