lunes, 2 de noviembre de 2020

JALOGÜINA.

 


 

Paseando por el Parque Lineal, distraído con el diente de león entre las grúas,  contemplo la salida de los niños de los colegios, muchos de ellos horrorosamente maquillados, a diferencia de algunas mamás en instagram, que hasta les da pena tener que quitarse las 5 ó 6 horas de maquillaje que llevan puesto. Aunque para historia de terror, la de la duquesa Jalogüina (ahora hacen duque a cualquiera).


 Jalogüina era una fantasma que acababa de transitar al más allá, después de haber pillado el COVID 19 en una fiestuqui de excompañeras de facultad. Llevaban años celebrándola y nunca le había pasado nada. Ante las advertencias de su patriarcal marido, ella había decidido que la vida era para vivirla sin miedo, sintiéndose libre y disfrutando.

Ahora su ectoplasma (o similar) asomaba por la ventana de su chalete con huerto y piscina. Los cristales estaban más sucios que de costumbre, pero pudo ver como llegaban sus hijos para consolar a su esposo, aunque él ya se había buscado su particular consuelo. Hacía tiempo que no soportaba la orgullosa independencia de su esposa, siendo él tan bonachón y campechano.


Los nietecitos venían disfrazados con horribles máscaras de monstruos y calaveras, al tiempo que manifestaban sus ganas de fiesta en el Día de los Muertos (uno de esos contrasentidos culturales importado por los medios de incomunicación). Yernos y nueras atendían a los inquietos infantes empeñados en jugar con la muerte, como quien juega al escondite. Mientras hijas e hijos hacían lo propio con el abuelito y matizaban algunos detalles del testamento, zampándose unos mejillones en salsa de vieira y unas finas tapas del jamón ibérico que descansaba en la cocina (siempre hay un artista del cuchillo dispuesto para estos menesteres), todo acompañado por un Ribera del Duero (de los buenos) y unos refrescos “zero”.

Jalogüina trataba de manifestarse de alguna manera con sus seres queridos (como había visto en algunas películas), pero no había forma. Lo peor era que no sabía qué hacía allí. Por ser de familia noble la habían educado en la ascensión a los cielos de las almas buenas, o el descenso a los infiernos de las malas (¿entonces ella había sido solo regularcilla?). Empezaron a surgirle dudas sobre su fe (a ver si se había equivocado de religión).

Cuando todos se fueron, su querido esposo se puso a recogerlo todo, con mucho más ánimo que de costumbre. Enseguida hizo una llamada de teléfono. –“¿Sonia?, hola, ya puedes venir”. ¡¡¿¿Sonia??!!. ¿Quién era esa Sonia?. A Jalogüina comenzó a flojearle, no solo la fe cristiana, sino la fe en la fidelidad de su marido.

No habían pasado ni 20´ cuando alguien llamó a la puerta. Era una madurescente de ojos azabache y rasgos ameríndios, más bien bajita pero plagada de cárnicas curvas que asomaban empujadas por el ajustado poliéster de su ropa. A los besitos y abrazos de cortesía, siguieron besos y abrazos de encendida lujuria (uno de los pecados capitales que Jalogüina tenía mejor controlados). Pero el beato mojigato de su señor esposo parecía un verraco en celo. Hubo un descanso en el magreo, para tomarse un vermut con berberechos gallegos y anchoas de Santoña, aunque a Sonia lo que le gustaba era el jamón 5J (el que Jalogüina había comprado hace dos semanas en El Corte Inglés revindicando su libertad de consumo).

Con sus fantasmagóricas emociones desbordadas, Jalogüina, trató inútilmente de manifestarse. En el acaloramiento incorpóreo notó que al aproximarse a la pérfida amante, su energía se transformaba extrañamente. Recordó algo que había leído sobre el budismo y las reencarnaciones, y su inexistente mente quiso cambiar de credo, por si acaso había suerte.

Pero mientras ella se debatía en complejas disquisiciones metafísicas, aquellos dos animales no habían perdido el tiempo y se refocilaban cual cochinos en pocilga sobre su cama. No pudo más, y poseída por una ira desconocida hasta ahora, se abalanzó sobre la fornicadora con toda su alma. En un instante todo cambió, ya no era una fantasma “voyeur”, sino que sentía en su almejilla los chupetoncillos del besugo y la sangre hirviéndola por venas y arterias. Aquello era un milagro (seguramente de Buda), que continuó con más de 30 minutos de agitada cigala movida por la marea dentro de la cueva, hasta que amainó la tempestad con un final feliz que no recordaba en sus largos años de matrimonio. Menuda reencarnación, pensaba Jalogüina.

Estaba en la gloria, cuando su cariñoso marido se incorporó diligentemente y cogiendo su cartera, la recompensó con 300 euros, acompañándola amablemente hasta la puerta sin que ella pudiese decir o hacer nada, más que ver, oír y callar. Al parecer la reencarnación había sido solo parcial, y quien sabe si también temporal.


Al salir se vio en el espejo de la entradita más viva que nunca y con unas enormes ganas de vengarse de su infiel marido, aunque no tenía muy claro en que iba a consistir su existencia de aquí en adelante (¿tendría chacha la Sonia esta?).

1 comentario:

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