viernes, 16 de octubre de 2020

El amable y trabajador Emilio.

 


Ningún hombre es una isla en el océano de la vida, todos estamos conectados por invisibles corrientes que se manifiestan como olas en la playa de nuestra conciencia. Así fue que volviendo del Parque Lineal, me sentí salpicado por la espuma de los problemas de un vecino al cruzarse nuestros caminos.

Emilio es un niño grande al que le se le va arrugando el traje biológico, constriñéndole su juvenil espíritu, ya un poco desanimado. Su amor por la naturaleza, que tanto le nutrió  en su infancia, ha quedado relegado a los paseos solitarios que se da con su pequeño perro “marcando” las esquinas y oliéndoles el culo a otros perros y perras; y siempre atento al momento cumbre en el que el animalito suelta su caquita, que Emilio (como buen ciudadano de orden que es) recoge resignadamente con la bolsita de plástico, sintiendo la calidez del fruto animal en sus dedos y la lumbalgia al agacharse. Solo le consuela ver como una joven invidente hace la misma labor, unos metros más allá, con los excrementos de su labrador de buen tamaño, al que (una vez realizada la faena) suelta un rato para que pueda sentir su animalidad durante unos minutos correteando y olisqueando, sin la enorme responsabilidad de ser un perro guía.


En el confinamiento natural, que es el atardecer, Emilio siente (inconscientemente) la llamada ancestral del cobijo, al igual que su pequeño ratonero “Escubi”. Ambos son atraídos por la potente energía magnética del sofá del hogar, el mismo sofá que probablemente haya estado disfrutando el ama de casa hasta que regresaron los dos machotes. Ella (como buena esposa que es) ya tiene limpio el comedero del perrito para echarle el pienso, y la sopa de cocido (de primero) y el pollo al ajillo (de segundo) para su querido esposo, aquel mozo del que se enamoró y con el que ahora convive.


Emilio había sido un pequeño empresario autónomo, siempre acostumbrado a luchar por objetivos, por conseguir el sustento para su familia, deseoso por alcanzar la edad jubilar algún día y poder realizar todos sus sueños de viajar y conocer mundo (aunque, como camionero que había sido, algo ya había visto). Pero al alcanzar la jubilación, observó que las viejas ilusiones se habían arrugado (como las hojas en otoño) y que la ilusión ahora tenía que ser el cuidado de los tiernos brotes (los nietos) cuando hiciera falta, dando gracias cada día por seguir vivo (máxime ahora con la pandemia que estaba matando a miles de jubilados).

 

Y nunca más vivo que cuando, realizados todos los recados, podía disfrutar de un partido de la selección española (aunque fuese contra Suiza y amistoso), con la que se sentía en auténtica comunión. Era como si la energía que tenía siendo un chaval dando patadas a la pelota por algún solar, volviese a correr por sus venas acelerando su corazón, teniéndolo que aplacar con una cervecita fresca y unos torreznos (aunque estaba tomando estatinas para el colesterol); ante la ostentosa ignorancia de su señora, incapaz de valorar ese mágico instante.

Por fin, todo listo para el gran momento en el que Emilio se siente como un patricio romano, repanchingado y dispuesto a dejarse satisfacer en cuerpo y alma.

 –“¿¡Pero qué pasa!?, esto no se ve”

-“No sé cariño. Serán los canales. Que ha dicho Europa que tenemos que resintonizarlos con el 5G ese”.

-“¿Y eso por qué?

-“Por no sé qué del desarrollo tecnológico para pagar la deuda, o algo así”.

-“¡Aahh!, ¿y Yazira dónde está?”

-“Pues no lo sé. Con su madre o con sus amigas”

- “Pues llámala y que venga rápidamente a sintonizarnos los canales, que ya ha empezado el partido” (para algo sirven los smartphones).

“Escubi” ya se ha zampado la deliciosa comida para perros y se encuentra un tanto disgustado con tanta agitación, él tiene que echarse la siesta “postmanjare” en el regazo de Emilio y éste está muy inquieto, así que comienza a ladrar reclamando lo suyo. Mientras tanto, la señora ha cambiado hasta encontrar un canal que se ve: “La isla de las tentaciones” (en la que chicas y chicos tratan de romper parejas que han ido allí para demostrarse que son capaces de resistir todo tipo de tentaciones).

-          “Mira Emilio, esa se está morreando con el novio de otra”.

-          “Venga mujer, déjame de tontunas. ¿Has llamado ya a la niña?”

-          “Sí, que ya viene, que estaba repasando con un compañero de clase”.

La vida puede ser muy cruel, y Emilio ve como su momento mágico se chamusca entre los ladridos del perro, las obscenidades que parecen encandilar a su señora, y una nieta desagradecida que está tardando demasiado en acudir a la llamada del venerable anciano de la tribu. Hace años que Emilio dejó de fumar, pero en momentos como este sería capaz de fumarse cualquier cosa.

¡¡Ggrreeingr!! Suena, por fin, el nuevo porterillo automático. Ha llegado la salvadora, el eslabón perdido entre la generación de Emilio y el ciberespacio que todo lo invade (con lo fácil que era antes, piensa el sénior ante la manipulación mágica del mando a distancia por parte de la junior). La señora vuelve a la cocina para seguir con las labores que nunca se acaban, y enchufarse clandestinamente al viejo televisor que dejaron arrinconado entre el frigorífico y la lavadora, y así poder seguir viendo esas tentaciones tan distintas a las de su matrimonio con Emilio.

Al final todos alcanzan sus objetivos. “Escubi” ya dormita sobre las piernas de Emilio (que tiene que aguantar algún que otro pedete del perrete). Su anónima señora puede vislumbrar cosas que ni se había podido imaginar que se pudiesen hacer. La nieta adolescente ha conseguido una coartada extra para justificar su retraso cuando llegue a casa de papá y mamá. Y Emilio ha podido ver casi todo el partido, incluido el telediario en el descanso, informando de que el mundo se va a la mierda, pero eso a él no le preocupa, bastante tiene con lo suyo.

Un momento mágico puede ser la cosa más sencilla (o la más complicada), solo tenemos que saber apreciarlo. Cada uno de nosotros tenemos los nuestros, pero nos cuesta entender los de los demás. ¡¡Guuau!!, ladra “Escubi” antes de enroscarse en su cojín y soñar con los olores del paseo de mañana. Otros surfeamos sobre sobre nuestras fantasías, y Emilio se deja ir en la noche escuchando el transistor.


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