domingo, 15 de marzo de 2020

¡Agua, agua!


¡Agua, agua! Gritan los vendedores de melones paseados sobre carretilla de mano, el de las 12 pilas a euro y la de los ajos “barato, barato”. Una patrulla de la policía municipal acaba de aparecer en el mercadillo de frutas, verduras y ropa low cost made in China. Los que tienen los papeles se preparan para enseñárselos a la autoridad, los que no, corren a esconderse. Este lunes no habrá la normal algarabía en la calle ancha. La autoridad ha decretado el cierre de casi todos los lugares donde los humanos nos concentramos para comprar, estudiar o entretenernos. 


 Nos está atacando un bicho nuevo, made in China también, que está diseñado para cargarse a los que estén más débiles (ancianos, sobre todo). Parece un virus darwiniano haciendo una selección salvaje. O tal vez sea como gritaba un “evangelista” con sus altavoces “blutub” junto a los columpios infantiles del Parque Lineal de Palomeras (ya clausurados con una cinta de plástico), “ya estaba anunciado en la Biblia (lo de las plagas), arrepiéntete de tus pecados y ponte en paz con Jesús”.

De repente la realidad de la muerte se ha hecho presente, como algo cercano y no como algo lejano. El miedo se ha extendido. “Pues a mí esto del apocalipsis no me coge sin pipas”, le dice una señora a su amiga a las puertas del Mercadona, mientras acarrean varios bolsones con refrescos, bolsas de comida industrial, leche y algún vegetal. Como decía una cajera: “vais a morir, no por el coronavirus sino de colesterol y diabetes”.


“¡Agua, agua!”, han debido de pensar los que han huido a otras localidades (principalmente las playas) ante el aviso del estado de alarma y el necesario confinamiento para no propagar la epidemia. Mientras enfermeras, médicos, personal de limpieza, dependientas de comercio, trabajadores del transporte público (y ahora las fuerzas del orden incluido el ejército) se enfrentan como héroes a pecho descubierto a un enemigo invisible en una desigual batalla; otros se han puesto a buen recaudo alabando la heroicidad de sus subordinados/as y han despareciendo. 
 
 “¡Agua, agua!”, han dicho los políticos y se han puesto a teletrabajar ante los primeros casos de contagio en el Congreso. Se ve que nuestros representantes estaban tan desinformados del asunto como cualquier choni poligonera y eso que ya se sabe que esto de los virus no tiene fronteras, aquí no valen las alambradas como con los emigrantes. Los que antes criticaban de agoreros a los que trataban de tomar medidas, ahora critican que estas no se hayan tomado antes (hipocresía lo llaman).

 
Este ser mutado vaya usted a saber dónde y por qué, rápidamente se ha hecho ciudadano del mundo (lo de ciudadano es porque se ha instalado principalmente en las urbes). Tanto internet y tantos datos para terminar en la ignorancia. Como esos jóvenes (y no tan jóvenes) que ante una pandemia mundial se lo toman como época de vacaciones y jolgorio, juntándose para celebrarlo, hasta que papá estado ha tenido que cerrarlo casi todo. Se ve que no gustan las noticias chungas y solo se quiere ver el mundo feliz en el que creemos vivir. Tenemos más teléfonos inteligentes (smartphones) que ningún otro país ¿para qué? 


 “¡Agua, agua!”, han debido de pensar los comerciantes chinos, que muy coordinadamente han cerrado todos sus comercios y han desaparecido. Ellos ya sabían lo que era esto, pero nos cachondeábamos de su temor y de sus mascarillas. Nosotros, los poderosos europeos, siempre tan listos con nuestra historia de imperios (y continuas guerras). Ahora los barrios están traumatizados por no disponer de birras, refrescos y comida basura de 10 a 22 horas (y encima sin bares). Menudo drama. Dos semanas antes de la “explosión” de la curva epidemiológica, celebrábamos alegre y multitudinariamente los carnavales con los disfraces que nos habían vendido en los “chinos”.

 

Mientras esto escribo, escucho el canto de los mirlos sobre el olmo, que ya tiene casi preparadas sus semillas para que la vida siga abriéndose camino entre cementos y asfaltos. El escandaloso silencio se ha impuesto sobre el rumor de los motores. Lástima que el ser humano tenga que aprender siempre a fuerza de escarmientos en propia cabeza. No aprendemos, sobre todo por creer que ya lo sabemos. 

Me asomo a la ventana y oigo llorar a los niños acarreados desde casa de los abuelos a su domicilio, sin poder socializarse con otros niños. Lo mismito que el viernes escuchaba a unos jóvenes que no tenían donde ir, o a una señora preocupada por las fechas de su viaje a Grecia. Seguro que el planeta y la mayoría de las especies que lo habitan agradecerán un poco de desaceleración económica (nosotros va a ser que no).

Por un periodo, tendremos que convertirnos en monjes de clausura con mucho tiempo para la reflexión y la lectura (los que podemos), o volvernos locos, como los hámsteres enjaulados, en una continua rueda de entretenimientos. Es muy importante que sepamos crearnos una rutina de actividad que evite ansiedades. De cada uno de nosotros depende aprender las lecciones vitales que este COVID19 nos va a dejar. 

Va a haber un antes y un después de esta guerra biológica descontrolada. Bueno sería que meditásemos sobre sus causas y soñásemos sobre el futuro posible que queremos, desde el respeto a los “otros” y a la enriquecedora diferencia (incluidos virus y bacterias). Porque habrá un mañana que ya estamos empezando a construir hoy, en el que nadie esté por encima de nadie y se respete lo inferior, lo de abajo, porque sin ello no existe lo superior lo de arriba, como bien explicaba Joaquín Araujo en su libro “La Naturaleza, nuestro lujo” en el 2.000.

Cuando dejo de escribir esto, una salva de aplausos retumba en mi calle. Desde las ventanas, vecinas y vecinos, salimos para sentirnos solidarios desde nuestros encierros con todas esas personas que están comprometiendo su salud por ayudar a otros. Se me eriza el alma. 

Repasando y buscando fotos (un día después), viene mi hijo gritando “¡agua, agua!”. Ha empezado a llover sobre la ciudad limpiando el aire. Desde el oscuro cielo, la atmósfera parece regañarnos con sus truenos y relámpagos. ¿Nos habremos portado mal y Gaia nos castiga? Yo solo sé que cuando escucho una tos a mi alrededor o una ligera molestia en la garganta me pongo malo (hipocondría lo llaman). Vuelven a sonar los solidarios aplausos en muchas ventanas y se multiplican los “wasap” en mi Smartphone. Necesitamos socializarnos de alguna manera, yo también, disculparme por ello.


 Extrañamente las cigüeñas que estaban en las antenas y tejados hace  unos días han desaparecido, como los chinos ¿lo sabrían?

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