domingo, 29 de diciembre de 2019

Viaje al cogollito atípico (Una entrada suicida en la era del “twitter”).


En estos días de felices fiestas todos los humanos sentimos la llamada salvaje de nuestra cruda naturaleza (tal vez sea por lo del equinoccio de invierno). Playas, pueblos, casas rurales y cogollitos típicos se pueblan de apresurados urbanitas deseosos de recargarnos las pilas ante el maratón celebratorio de las fiestas navideñas. Luego nos refugiamos en los cobijos climatizados, al abrigo de los nuestros, en torno al fuego de la fraternidad que espantará a las fieras y alimañas (que cada cual ponga las suyas) que nos acechan en nuestra cotidiana lucha por sobrevivir en la sabana de plástico que hemos ido creando, y lanzamos exorcismos en forma de buenos deseos para el futuro. Todo un ritual ancestral.


Habiendo hecho ya varias escapadas en este otoño, mi querida señora, amante y compañera me sorprendió, hace unos días, con un sencillo viaje andando (sin coche, ni tren, barco o avión) al cogollito del viejo barrio, en el que vivimos intensamente parte de nuestra juventud. Un reto realmente salvaje (andar).

Desde el moderno barrio de las nuevas Palomeras en el que habitamos, con bloques de pisos de más de 10 alturas, atravesamos las anchas avenidas arboladas, pasando por parques ajardinados (“Campo de la Paloma”, “de la Constitución”, “Azorín”, ..). 


Todo se va comprimiendo a medida que nos vamos introduciendo por Arroyo del Olivar entre las antiguas colonias para obreros, con sus bloques de tres alturas sin ascensor, sus cuerdas compartidas para tender la ropa y sus patios vallados como últimas zonas verdes, antes de llegar al casco antiguo en el que apenas quedan unas decenas de las casas que había al comienzo del siglo XX. Toda una lección de arquitectura moderna (incluido el campo del Rayo). 


Como buenos guiris vamos sacando fotos de algo que tiene un valor nostálgico para nosotros. Los residentes actuales no deben de comprender muy bien, cuando nos paramos a fotografiar un viejo y abandonado edificio de ladrillo visto con baldosines serigrafiados anunciando: “Leche fresca de la tierruca. Se sirve a domicilio” (y un señor con boina cargando dos cántaras llenas colgadas de un palo). 


Junto a esa tienda estaba una de las antiguas vaquerías del barrio, en las que las vacas daban su producto a cambio de pienso, establo y algún paseo por los solares que existían. Todo eso se lo llevó el progreso, por ser insalubre. No veo yo el barrio más saludable que en mi infancia.

Ahora ya no hay vaquerías, ni churrerías, ni fábricas de pan o tahonas. Por supuesto, también han desaparecido las chatarrerías, las carbonerías, la fábrica de hielo (para las neveras), los kioscos de cambio de tebeos, las mercerías, las jugueterías, la pajarería que vendía todo tipo de grano (alpiste, cañamones, maíz, trigo . .), las casas residenciales con su bonita arquitectura modernista y sus cuidados jardines. 


Pero también se han borrado las zapaterías, las tiendas de ultramarinos, las librerías, la tienda de Curtidos Ramón, las antiguas tabernas y casas de comida, las freidurías de gallinejas (como la de La Felipa) y en general todo el antiguo pequeño negocio familiar que daba vida a la que fue una de las principales calles del barrio, la avenida de Monte Igueldo. 


 Hoy la decrepitud de los edificios ha ido echando a los antiguos vallecanos, y nuevos vecinos de Bangladés, Rumanía, Marruecos, China, Ecuador, Perú, Senegal, Mali o cualquier parte del mundo han venido a ocupar su lugar. 

Solo las iglesias, los colegios religiosos (a los que fui de pequeño) y la gasolinera, parecen aguantar el tsunami inmigratorio producido por el enorme desequilibrio económico y social de este progreso civilizatorio.
 
 Pese a todo, florecen los consultorios telefónicos y de envío de dinero al extranjero, algunas tiendas de “todo un poco” (chinos), las casas de apuestas y las fruterías (árabes, principalmente). Lo que para unos es decrepitud y abandono, para otros es esperanza por tener techo, agua, alimento y electricidad. A veces la Navidad se celebra enviando un poco de la riqueza de aquí, más allá de nuestras fronteras.


No sé si por el rollito étnico, por solidaridad con el pequeño comercio, por la moda gastronómica que nos invade o porque teníamos hambre, entramos a comer en la  Taberna Peruana un arroz especiado con cilantro, un seviche de cebolla y más cilantro, un trozo de pollo al carbón, unas patatas con salsa amarilla picante y unos tallarines con salsa verde (nos pasamos pidiendo). 

Al salir vemos como la policía pide la documentación a varios transeúntes latinoamericanos con evidentes signos de embriaguez. Uno de ellos estaba caído en una de las bocacalles (Tajos Altos) que dan al bulevar (Peña Gorbea), le vimos pasar en zigzag de pared a pared. Se lo comenta mi señora al agente, que toma nota (deben estar hartos de tanto beodo inconsciente). 

Al cruzar la calle de Peña Gorbea, en mitad de la acera, veo a otro “caballero” orinando abundantemente contra la pared (C/ Peña Rubia) sin el más mínimo pudor, apenas puede sujetarse la manguera mientras danza poseído por el agua de fuego. Ya no se me ocurre decirle nada al señor guardia.

 
Al doblar la esquina, encima de la “feminista y antiespecista” taberna “La Vegana Vallekana” (emplazada en el antiguo gimnasio de mi tercer colegio), se puede leer una pancarta colgada en un balcón: “ESTAMOS HARTOS, QUEREMOS DESCANSO”. La antigua plaza vieja del Puente de Vallecas (Plaza de Puerto Rubio) se ha convertido en un lugar con demasiado “ambiente” y difícil convivencia. 
 
Cruzamos de acera y nos dirigimos hacia donde estaban dos grandes cines (Río y Bristol) y un viejo cuartel de la Guardia Civil. Nada queda, salvo una plazoletilla frente a la parroquia de San Ramón donde un hombre se ha bajado los pantalones para descargar en un alcorque (como los perritos), dejando sus glúteos al viento poco antes de que pase otra patrulla de la policía municipal. 


Por no querer ver, no me había fijado bien, no era un hombre, era la mujer que nos pidió dinero para comer en la taberna. Parecía muy española y muy perjudicada. Le di un euro, que parece haberlo orinado ya. La naturaleza salvaje y cruda de nuestra animalidad, como las palomas.

 
Avanzamos, disparando con la cámara y el smartphone, por la misma calle que siendo mozo había recorrido cientos, miles de veces para ir al Retiro, al colegio, a la mili, al trabajo; siempre camino del cogollito en torno al bulevar, la plaza vieja y el Metro. Las juveniles ilusiones que siempre me habían acompañado en este recorrido, ahora se habían convertido en emociones descarnadas, como buena parte de las fachadas de puertas y ventanas enladrilladas, tapizadas por viejos carteles encolados y modernos “tag” grafiteados. 


Al final alcanzamos la avenida de San Diego y la calle Convenio, desde donde se puede ver el hormigonado y rectilíneo puente que sustituyó al antiguo de ladrillos en bóveda de medio punto, y que da paso a la avenida de Entrevías y al depósito de máquinas ferroviarias. 
 

Los viejos barrios de las modernas metrópolis del siglo XXI han quedado atrapados en el espacio y en el tiempo. Los del centro son adecentados para el turismo y los de las periferias son abandonados para inmigrantes y gente sin demasiados recursos económicos. Unos son los cogollitos típicos que todo el mundo quiere visitar y los otros son los cogollitos atípicos que nadie quiere ver (salvo un par de guiris indígenas).

Al remontar la colina urbanizada por la avenida de San Diego, con su modernista Casa del Barco (bloque de edificios en chaflán redondeado), se vuelve a repetir la desazón. Los hotelitos (casas de dos plantas con patio) van cayendo uno tras otro, la zona de bares ha quedado huérfana, solo el de “La Alegría” (donde estuvo el Club de Ajedrez Vallecano, hasta su traslado al Ateneo de Vallecas, hoy desaparecidos ambos) continúa funcionando. 



Resiste la parroquia de San Diego, pero siguen cayendo las últimas casas bajas y creciendo herméticos bloques como el de una “industria de la ingeniería, el suministro, la instalación, el mantenimiento y la operación de infraestructuras en las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, así como en la externalización de Procesos de Negocio” (¡textual!), en lo que antes fueron los Salones Monte Igueldo donde celebré mi boda por ser mis primos sus dueños. De la ternera asada en su jugo, los bocatas de calamares y el champiñón al ajillo que preparaba mi tía a “las soluciones BPO que abordan el diseño, la transición y operación, desde propuestas de mejora a través de la medición del desempeño, los procesos (modelo de indicadores, KPIs) y la tecnología como medio para automatizar”

De los palomares que tenía mi tío Néstor en la terraza y las gallinas que tenía mi tía Eugenia en el corralillo, a la cibercorrala y el gallinero internáutico que nos acorrala. Un barrio que ha ido perdiendo en condiciones de habitabilidad y ganando en aparatos de aire acondicionado, donde ser viejo se ha convertido en una aventura “extreme”.



Alcanzamos las Nuevas Palomeras y el moderno urbanismo, justo donde la soberanía del pueblo tiene su sede (la Asamblea de Madrid) y los políticos vienen para hacer su función de vez en cuando. Edificios de cristal, fuentes en las rotondas y los grandes centros comerciales que anuncian la “revolución” vallecana en forma de compras compulsivas. 



Vuelven las grúas a alzarse, sobre las derruidas viviendas de dos alturas con patio y zonas verdes, para levantar modernos pisitos amontonados. Una pintada enjaulada parece gritar: “Respira”. 


En uno de los escasos solares sin urbanizar, crecen salvajemente las cerrajas en flor ajenas a los horarios, los transportes públicos o las incertidumbres económicas y políticas. 


Un par de kilómetros más y coronamos las Palomeras Altas, donde habitamos nuestros particulares palomares y concluimos el viaje al cogollito atípico.

Dicen que esto es la evolución vallecana, yo no sé hacia dónde.


 P.D.: Perdón por el "ladrillo", pero es como el bolo intestinal, que si no lo sueltas con regularidad se te forma un "ladrillo" que cada vez cuesta más expulsar.

Felices Fiestas.

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