Vuelven las cigüeñas a posarse
sobre las antenas por falta de árboles, después de la gota fría que ha inundado
antiguos valles y ramblas llenas de viviendas o sembrados. Ahora toca el reseco
“veroño”, ese otoño sin lluvias y con elevadas temperaturas.
Hemos pretendido dominar a la
Naturaleza con nuestros pequeños egos endiosados y terminamos atrapados en el
gran despropósito de la sobreabundancia normalizada y de la sobreestimulación
de nuestros sentidos como forma ser. Cada vez parece que necesitamos más no sé de
qué, persistiendo insistentemente en obviar nuestros desequilibrios personales
y nuestra desarmonía con la Naturaleza, de la que formamos parte.
Queramos o
no, somos animales, no máquinas. Necesitamos amar, compartir nuestros
sentimientos, buscarnos el sustento y conocernos a nosotros mismos. Pero a la
velocidad que vamos no tenemos tiempo para mirar nuestra brújula interior y el
mapa del espacio/tiempo sobre el que nos vamos desplazando.
Parece que las cigüeñas hacen un
uso más natural de esas antenas que no dejan de inundarnos con sus ondas, para
transmitirnos el juicio de una mujer que ha matado a un niño, el último triunfo
deportivo, la continua violencia contra las mujeres a manos de los machos
despechados, la incertidumbre política, social o económica, el penúltimo coche
fantástico que nos permitirá ser más libres, la antepenúltima guerra en un
lejano país, el perfume que nos hará más atractivos, la deliciosa comida basura
que satisfará nuestro exquisito paladar o el fabuloso viaje que jamás habíamos
imaginado. El caso es que los pájaros (y otros animales) saben vivir como lo
que son, pero los antropocentrinos tecnológicus, seguimos con la fiebre mental
producida por tanta intoxicación mediática, imaginándonos que somos lo que no
somos. Nos creamos burbujas mentales en las que vivimos una realidad paralela.
Y ya sabemos lo que pasa con las burbujas.
El “carpe diem” y el “memento mori”,
han dejado de ser ideas para la serena reflexión sobre el sentido de nuestra existencia,
y han terminado siendo unos de los tatuajes más extendidos entre las tribus
urbanas, y una excusa para el desenfreno de los sentidos como forma de vivir el
presente. Ninguna cruz te hace buen cristiano, ni ninguna frase te hace sabio.
Es decir, todo que he escrito hasta aquí no son más que palabras perdidas en el
ciberespacio, reflexiones desde mi particular burbuja.
Pero yo quería escribir sobre el
verano tardío en el que ya no están los vencejos, aviones y golondrinas
sobrevolando nuestros cielos y la consiguiente alegría de moscas, mosquitos y
hormigas aladas.
Quería escribir sobre el
anuncio del otoño en las amarronadas hojas caducas agarradas a las
mismas ramas en las que descansan papamoscas, carboneros o mosquiteros (con el
permiso de las urracas y cotorras).
Quería escribir sobre las nubes
atormentadas y el agua estancada, a veces tan necesaria y otras veces tan arremolinada.
Quería escribir sobre el ocaso en el horizonte urbano y los contraluces en las
colinas que ocultan la autovía.
Quería agradecer a quienes me han acompañado, a
quienes me acompañan y a quienes me acompañarán en el este camino vital.
Quería, pero me llega el aroma de la comida desde la cocina. En otro momento,
será.
P.D: Han pasado ya dos meses y
sigo igual, con mis sentidos sobreestimulados y mis deseos desenfrenados,
pensando en escribir otra cosa, tan solo ha cambiado que ahora no veo cigüeñas en las antenas sino fuegos
artificiales en el pueblo que creció en las faldas de un monte con un castillo
medieval coronado por un iluminado vía crucis que lleva a la ermita del
lugar; todo bañado por el rumor y la
brisa del mar, en un invierno que ya se ha empezado a anunciar sobre unas
tierras que fueron lago, arrozal, huertas, manglar y ahora son bloques para
turistear. Y una vez escrita la “tontá”, solo me queda: guardar o publicar (y
cocinar).
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