sábado, 1 de febrero de 2014

Ecología burguesa.


 El aplastamiento de los planos urbanos crean la sensación de uno solo. Los árboles cubren la estación del ferrocarril, ya de por sí enterrada entre los edificios. El horizonte es un cúmulo de erecciones enladrilladas.


Las desnudas ramas se recortan sobre un paisaje de polígonos industriales en decadencia, levantados sobre antíguos campos de cereales, que a su vez se hicieron sitio talando el bosque. Al fondo el cúmulo sedimentario de un prehistórico mar, hoy tapizado de pinos en hilera y coronado por una iglesia católica.


 Una vieja estrella nos recuerda que somos un planeta que depende de su energía para sobrevivir. Formamos parte de algo a lo que llamamos Naturaleza, pese a nuestra falta de perspectiva para daarnos cuenta de ello.


 En la memoría de nuestros genes está nuestra naturaleza animal, esa que nos empuja al ejercicio físico, al contacto con las plantas y los animales. Aunque ya resulta difícil encontrar a un humano que no esté enganchado a una máquina. Como ese señor absorbido por el teléfono "inteligente".


 Las nuevas generaciones urbanas crecen en un entorno ausente de huertos, animales salvajes o campos de labor. Todo se reduce a tratar de ser un buen recurso humano para conseguir una remuneración que permita satisfacer las supuestas necesidades de consumo. Mientras la experiencia vital de los ancianos es despreciada por vieja, engañados por el mito de la eterna juventud.


 Una vez más levanto mi mirada hacia el cielo, observando los frutos del cinamomo o melia, precioso árbol de fragante floración y fresca sombra proveniente de asia y plantado con profusión en parques y jardines.


 Sus frutos, esas bolitas con las que más de una vez he jugado con mis hijos, son extremadamente neurotóxicas (tetranortriterpeno), una especie de insecticida capaz de matar a un mamífero adulto y sinembargo comestible para la cotorra argentina, tan abundante ultimamente.
Es evidente la incultura biológica que padecemos.



 Buscando los horizontes ámplios, las colinas formadas por los escombros del antigüo barrio de Palomeras Bajas, permiten un recorrido sinuoso de continuos subeybajas por un camino hecho por caminantes y ciclistas.


 Los nuevos bloques de pisos se apelmazan unos contra otros, en lo que llaman optimización del terreno, que no es más que sacar el máximo beneficio por feo y antinatural que sea el resultado. Equipos de aire acondicionado crecen como verrugas en las fachadas y entre el bosque de antenas se puede observar el vuelo de alguna cigüeña, como la de la fotografía.


 Si uno cambia la perspectiva, descubre entre las plantas cimarronas, un valle de asfalto sobre el que voráces máquinas consumen los combustibles fósiles creados durante millones de años. Es la frontera infranqueables para los caminantes, la protegida autovía que nos hace ir rápidamente de un sitio a otro, una y otra vez.


Un sonito atávico, como de tambores tribales, me hace cambiar el rumbo y me dejo llevar por la curiosidad. Descubro las pinturas de una tribu que decoran las paredes de plástico que cubren las vías. No alcanzo a comprender su significado, más allá del colorido que rompe el monótono gris de la ciudad.


 Pintadas clandestinas alteran la repetitiva estructura de acero y poliestireno. Mientras los tambores se hacen cada vez más próximos.


 Miro a un lado y a otro, pero no los descubro. Tan solo algún indígena con garrota junto a más pinturas rupestres del siglo XXI y la tierra desnuda.


 Algunas de estas pinturas parecen utilizar el convencional lenguaje de los signos llamados letras. Llengando a transmitir consignas sobre una ilusión social distinta de la actual.


 Otras, aparte de la falta de colorido, proponen la represión en campos de concentración de los aldeanos o habitantes del burgo, desconociendo quien eso escribió que en las modernas ciudades todos somos burgueses que nos alimentamos de lo producido en lejanos lugares para nuestro bienestar, y que no hay mayor gulag que el que uno mismo se crea en su mente.


 Por fín descubro el origen de los tambores. Unas jóvenes ataviadas para la ocasión, danzan al ritmo de los tantanes, bajo unas canastas de baloncesto y sobre un suelo de cemento. En las paredes más pinturas, esta vez antropomóficas y con colorido, probablemente infantiles.


El cobijo protegido por vallas y techado, acoge a un nutrido grupo de aborígenes urbanitas que golpean frenéticamente sus tambores bajo las indicaciones de quien parece ser la gran matriarca. Curiosidad satisfecha.

De regreso a casa, pasando por el supermercado donde compré algo de fruta y trozos de animales muertos (aves y mamíferos), fuí dándole vueltas a la compleja ecología de la ciudad en la que vivo, viéndome como un burgués carroñero. Menos mál que se me pasó en cuanto me tomé unas cañas con tapa, antes de la comida fente al televisor.

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