sábado, 27 de julio de 2013

Escozor en la memoria (desconecta2)



Sobre el marco de la pantalla LCD de mi ordenador una mosca se hace la “toilette” afanosamente. En un ejercicio de flexibilidad corpórea, que ya quisiera yo, se pasa las patitas por encima de sus alas, se frota las manitas una y otra vez, mientras revolotea y se posa sobre las barras de herramientas y tareas, examinándolo todo con sus ojos saltones. Su falta de respeto hacia mi labor “creativa” y su obsesión por el contacto corporal, llegan a irritarme. ¡Por qué me habrá tomado!


Bajo la piel de mis brazos se alzan, como una diminuta cordillera, unos molestos granitos que me salen cuando tomo demasiado el sol. En mis piernas todavía siento el escozor de las ortigas con las que me he ido restregando por caminos perdidos en el valle de Santurdejo a Pazuengos, mientras recolectábamos orégano en flor, malvas e hipérico, bajo en continuo zumbido de abejas, moscardas, avispillas y tábanos. La abundancia de variedad biológica, no siempre resulta tan idílica como nos la imaginamos los evolucionados urbanitas.


Deseosos de civilización, cabalgamos sobre nuestro caballo de hierro por senderos de asfalto que nos llevan a Santo Domingo de la Calzada, para comprar el apreciado “pan de pueblo”. Recorriendo su calle Mayor salpicada de monumentos medievales dedicados al culto religioso u hostelero, me sorprende la gran cantidad de peregrinas y peregrinos que hacen el llamado camino de Santiago, con sus pesados macutos, sus pies cansados y sus tarjetas de crédito. Sagrado y profano se mezclan en las callejas y soportales en los que las conversaciones son un continuo intercambio de experiencias… sobre el Camino. A veces siento envidia, pues por más caminos que recorra nunca conseguiré el jubileo jacobeo del santo matamoros.


Ayer acabamos molidos en la subida a la abandonada aldea de Ulizarna, donde los últimos repobladores habían dejado un saco enorme de comida para gatos, una antena de televisión y, seguramente, un montón de ilusiones sobre la vida “alternativa” en el campo. Media docena de esqueletos de grandes aves yacían sobre el suelo de la reparada vivienda, esperando el momento en que otros intrépidos humanos vuelvan a desempolvar la aventura de vivir a kilómetros del pueblo más cercano, donde las huellas más frecuentes son las de los jabalíes en los resecos lodazales y las abejas te intimidan cuando tratas de recoger tomillo en flor.


Que distintas las viejas piedras de estas humildes casas perdidas en la montaña o en los pueblos, de los grandes bloques tallados que conforman las abundantes iglesias y catedrales, los monasterios de Yuso, Suso en San Millán de la Cogolla, o la abadía cisterciense de Cañas. Unas dando cobijo a las más elementales necesidades biológicas de campesinos, recolectores, pastores o cazadores, en dura competencia con una naturaleza hostil y generosa al mismo tiempo; y las otras, las monumentales, albergando a la nobleza, la cultura y las sacrosantas tradiciones en grandes edificios diseñados por famosos arquitectos en honor a santos y reyes, con las generosas aportaciones del pueblo. La edad media tiene sus semejanzas con los tiempos modernos, de vez en cuando ajusticiaban a algún delincuente atado al crucero en la plaza del pueblo, al igual que ahora se vapulea a algún chorizo en los medios de comunicación de masas.


Y la mosca dale que te pego, empeñada en darme un micromasaje sensitivo. ¡Que no! ¡Pesaadaa!


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