martes, 24 de enero de 2012

Año nuevo, viejas ideas.

Todavía resuenan en mi memoria el estruendo de los petardos navideños y las jactanciosas conversaciones sobre ibéricos, asados y mariscos entre las afanadas amas de casa a la puerta del súper, de capital francés y mendigo africano, que hay en la esquina. Ya pasaron las fraternales fiestas y, aunque ha nevado poco, todos nos deslizamos por la cuesta de enero tratando de alcanzar la meta de las anunciadas rebajas (de precios). Ahora toca reponernos de los excesos cometidos, pero sin dejar de realizar el milagro de adquirir alcachofas del Perú, chipirones patagónicos, melones del Ecuador, piña de Sudáfrica, atún de Somalia o kiwis de Nueva Zelanda; con el pase mágico de un microchip embutido en un trozo de plástico duro por el lector electrónico que amablemente te ofrece la fatigada cajera. Uno se va tan feliz a su guarida con el carrito lleno, sin tener que haber cazado para tener carne, ni sembrado para tener verduras, ni peleado por el agua. Tranquilamente contemplo las escasas estrellas que el cielo de la ciudad me permite ver al atravesar este Parque Lineal, mientras esquivo algún que otro “choricillo” canino abandonado en el suelo. En la grandiosidad de la Naturaleza, uno tiende a sentirse solo. Hace buen tiempo, nos dicen por la tele, aunque otros opinan que hay una tremenda y extraña sequía. Y así comienza el nuevo año, con nuevo gobierno, juguetes nuevos, nuevos tiempos y viejas, muy viejas ideas. La pereza mental se adueña de nuestros evolucionados cerebros y se apoltrona en más de lo mismo. Cual resecas semillas que caen sobre un suelo al que le han soplado el fértil mantillo orgánico, nuestros pensamientos mueren antes de brotar, anegados por los vanos entretenimientos que decoran nuestras vitales circunstancias. El fértil grano de la duda es devorado por bandadas de córvidos mediáticos empeñados en dejarnos solo el forraje de las mentiras mil veces repetidas como certeras verdades. La normalidad se ha convertido en una vacuna obligatoria para esa incipiente epidemia de indignación que empieza a extenderse lentamente entre las personas más desfavorecidas o de inquieta conciencia. Antes de que el FBI, la SGAE, los mercados o la OTAN decidan cerrar estos pequeños espacios sin licencia, aprovecho para manifestar mi desacuerdo con las autopistas y mi amor por las dehesas, mi rabia contra los aeropuertos y mi respeto por las aves, mi cariño por los transportes públicos que llegan a los pueblos y mi desprecio por el AVE, mi admiración por quienes todos los días luchan por la vida y mi repulsa hacia quienes trafican con ella, …. Y una vez dicho lo dicho, me voy en busca del frigorífico donde unas estupendas sobras me esperan para ser recondimentadas en un ejercicio de arte culinario proletario.

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